jueves, 8 de abril de 2021

ARTE Y MONOTEÍSMO

 



Hace un par de semanas que tuve la excelente idea de volver a repasar las aventuras de Tintín, la maravillosa obra de Hergé. Esto es algo que suelo hacer cada tiempo y no permito que este, el tiempo, se dilate demasiado. En mi biblioteca las obras completas de Tintín y Milú están en una estantería debajo de la que sostiene a Homero, Virgilio, César, Safo y un largo etcétera de autores grecorromanos.  Un clásico en vecindad con los clásicos. Cada vez que Tintín se pone a navegar me demoro en cada viñeta. También invierto y gano en cada demora cuando Tintín y Milú suben las escaleras de un edificio. Me detengo, me hace detenerme, igual que me obliga a parar frente a sus grabados la exquisita obra de Hiroshige.



¿Algún día en las escuelas los cómics, que en mis tiempos de púber eran tebeos, formarán parte de la asignatura de Historia del arte? ¿Qué hay escondido en esas ilustraciones, en esos guiones, que impide su plena consideración artística? ¿Por qué se considera la lectura del cómic, tebeo cuando yo era niño, algo nimio, propio de niños y adolescentes? Yo, lector apasionado de cómic, eso mismo que conocí como tebeo, digo con Virgilio en su primera Geórgica: Hinc canere incipiam (Aquí comienza mi canto)

El problema radica en el sistema de valoración de la obra de arte. Ustedes saben que uno de los mayores negocios, en blanco y en negro hablando en términos de inspector de Hacienda, es la compra, venta, rapto, pérdida, adquisición, encargo, etc. de la obra de arte. Como no se puede comprar la Torre Eiffel, se compra un Van Gogh, que es más pequeño y cabe mejor en el salón. Eso no excluye que, tras la visita a París, se compre una reproducción de la Torre Eiffel. Un souvenir de Francia (La palabra souvenir, etimológicamente viene del latín sub y venire, que querría decir algo parecido a traer algo al presente desde los sótanos de la memoria. Como acaban de comprobar mis traducciones latinas no son demasiado fiables) Ustedes y yo tenemos un souvenir de algún sitio, pero no tiene más valor que el puramente sentimental, el de souvenir. Otra cosa es si poseemos un Van Gogh.


Volvamos al mundo del tebeo y a la pregunta sobre qué imposibilita a este arte su reconocimiento en las escuelas, universidades y otros sectores de la intelectualidad del momento. Voy a responder con una pregunta ¿Cuántas veces puede usted comprar, -no vale la respuesta ninguna porque no tengo el dinero suficiente-,Las señoritas de Avignon”, de Pablo Picasso? Supongamos que a usted no le sucede como al pintor malagueño, quien afirmó que no podía permitirse el lujo de tener un Picasso en su casa, supongamos que usted sí puede permitirse ese lujo; en este caso, solo podrá comprar dicho cuadro una vez. Solo existe un original. Se pueden adquirir miles de reproducciones de la obra, pero solo hay un original y ese es el que vale millones, ese es el que solo una élite puede permitirse el lujo de colgar en su salón. Este es el hilo de Ariadna que nos va a conducir a la salida del laberinto.

 Ahora bien, ¿Cuántos ejemplares puede comprar de Las siete bolas de cristal, de Tintín? Tantos como encuentre en el mercado. Creo que ya saben por dónde van los tiros. El valor de una obra de arte que se puede guardar en un salón, con independencia de su valor artístico, estriba en su carácter de único ejemplar de su especie. No tiene gemelo. “La fragua de Vulcano” de Velázquez, no tiene otra “Fragua de Vulcano” de Velázquez. Es la única “Fragua de Vulcano o la indiscreción” de Velázquez en todo el Universo. Como Yahveh ha de ser el único dios para el pueblo de Israel. Veremos más adelante como van coincidiendo estos dos caminos.



Otro ejemplo, tomemos como referencia el maravilloso manuscrito del “Libro de Kells”. Una obra de rara exquisitez realizada por monjes irlandeses a comienzos del siglo IX. El valor de un ejemplar autentico es incalculable. Entre otras cosas porque ejemplares auténticos solo existe uno. Pero si estos monjes hubiesen tenido una imprenta y realizado una edición numerada de 300 libros de Kells, -sigamos imaginando-, y solo quedasen 200 ejemplares ¿Su valor bajaría en el mercado? Indudablemente, sí. Tras este paseo por el mundo de lo maravilloso, volvamos al tebeo.

Cuando “Mauss” de Art Spiegelman, ganó el premio Pulitzer, a todos los amantes del tebeo nos dio un salto el corazón ¡Por primera vez un cómic ganaba un premio que estaba considerado por los intelectuales como dotado de un prestigio especial! Me apresuro a aclarar que el caso de “Mauss” fue una raya en el agua. Hasta la presente no ha habido más premios Pulitzer ni nada que se le parezca para un cómic. Todo lo más, algunas palmaditas en la espalda. Aunque se haya pagado una cifra astronómica por el boceto de una portada de Tintín. Pero por lo que se ha pagado la enorme cantidad no fue por la bellísima portada que realizó Hergé para “El loto azul”, sino porque era el boceto, único en su especie, de la portada que dibujó Hergé para “El loto azul”. Esto es muy importante.


El mundo antiguo no tenía esa concepción de lo único como elemento que otorga una importancia extremada a la obra de arte. En el mundo antiguo, -excepto las armas de Aquiles, pero estas fueron causa de disputa por su belleza, no olvidemos que el escudo es obra del propio dios Hefestos- la unicidad no era motivo de un aprecio especial. Tampoco lo fue durante la Edad Media. Ni siquiera a nivel personal. El individuo estaba sumido en el espíritu de colectividad y esto llevaba a que el objeto de arte no tuviese una consideración especial por ser único en su especie. Incluso las reliquias de los santos se multiplicaban sobre la misma reliquia y todo el mundo confiaba en el poder propedéutico de la copia.

Porque la idea de lo único no era un concepto claro en el mundo antiguo y medieval. Téngase en cuenta una cosa, hasta mediados del siglo X, el cero como símbolo de carencia absoluta, como un número más, no existía. Grecia, Roma y la alta Edad Media lo desconocían.  Al- Juarasiní importó este elemento aritmético, al parecer de la India, igual que la sandía, del que los antiguos sí es cierto que tenían una vaga idea, pero no un concepto definido. Sí existía el uno, pero incluso este uno podía fácilmente convertirse en dos o tres o cuatro o todo lo que hiciese falta. La pérdida absoluta no estaba en el imaginario de la colectividad. Todo sobreviene a partir del concepto de lo único que es imposible de copiar o reproducir. Lo único que es imposible de copiar o reproducir es Yahveh, el dios bíblico.

Cuando Moisés, allá por el siglo XII antes de Jesucristo, trajo a los israelitas el culto a un dios único, el pueblo elegido y aturdido tuvo que dar formar a un concepto insólito. La idea de un dios único era nueva para la humanidad. Todas las creencias religiosas anteriores a la aparición de Moisés habían formado panteones de dioses y diosas que ayudaban a comprender nuestro planeta y nuestra existencia. Aunque no es mi deseo entrar en esta materia, era tan extraña la figura de un dios único, que Yahveh no afirma ser el único dios, sino que quiere ser el único dios a quien Israel adore.

De hecho, la larga disputa entre Moisés y el faraón de Egipto para la salida del pueblo judío de la tierra del Nilo, y el consiguiente envío de las diez plagas que culminan con la terribilísima aparición del ángel exterminador, se debe a que “Yahveh endureció el corazón del faraón para mostrar su poder”. Es decir, Yahveh quiere medirse con los dioses egipcios y vencerlos. En la maravillosa película “Los diez mandamientos” de Cecil B. de MIlle, el faraón interpretado por Yul Brinner, lleva a su hijo muerto por el ángel exterminador ante uno de los dioses egipcios y le interpela para que demuestre que es más poderoso que Yahveh, devolviendo la vida al muchacho. Por supuesto, el ídolo ni dice ni hace nada.


La unicidad seguía siendo un concepto tan extraño que el cristianismo afirmó la existencia de un solo Dios verdadero ¡Con tres personas distintas! No es de extrañar, por tanto, que los musulmanes afirmaran, con muchas ganas de guasa, que jamás se debía tener a un cristiano como contable, pues para un cristiano tres es igual a uno. Finalmente, el islam eliminó cualquier otra presencia o manifestación divina junto a Dios.

Yahveh había conseguido al fin quedarse solo tras siglos de combate contra el concepto de lo múltiple como idea primaria en el hombre. Ahora la idea de lo único tomaba una notoriedad desaforada pues representaba la misma idea de Dios, Alfa y Omega de todas las cosas. Todas las cosas estaban representadas en lo único y este representaba a todas las cosas en un peligroso juego a punto de caer en el panteísmo. Las tres grandes religiones del Libro no se cansaban de exponer que la unicidad y la omnipotencia eran los atributos más importantes de la divinidad. A principios del siglo XIV, cuando Dante Alighieri termina su Divina Comedia, el proceso estaba ya en marcha, la prueba de esto es la individualización sin descanso que el poeta, sublime poeta, hace de las almas en el infierno. Luego, en el Paraíso, la individualidad se muestra con los bordes difusos. La promesa de un castigo o un premio post mortem necesitaba de una diferenciación. El más allá ya no era ese lugar oscuro y polvoriento por donde caminaban las almas sin rumbo fijo ni determinación alguna. Cada alma era personal e intransferible, además de irrepetible, como lo era el mismo Dios. Así que cada una tenía su premio o su castigo personal.

 La cultura occidental prerrenacentista construyó el puente que va desde el Carpe diem (Vive el momento) que aconsejaba con desesperación el divino Horacio o aquel “Collige, virgo, rosas”, (Coge niña las rosas… y después continúa el poema aconsejando que lo haga antes de que sea demasiado tarde), de Ausonio, a que todo esfuerzo se hiciera para conseguir el pasaporte para una vida eterna en el Más allá. La idea obsesiva de no desparecer como individualidad se fue gestando lentamente en el espíritu de occidente.



La idea del uno irreemplazable se instaló en las almas de los hombres. El hombre renacentista acentúa el espíritu de ser él y no otra cosa, como diría Unamuno, hasta la esperanza de verse en bronce cuando sus días terminaran. Justo en el momento del despegue de la individualidad como concepto para la posteridad, el arte se hace imprescindible a los ojos de los patricios de la época. Los banqueros italianos quieren tener un Botticelli colgado en su salón. Querían la belleza, pero no cualquier tipo de belleza, sino una que fuese privada y de solo uso para sí mismo. Una belleza que confería al propietario la oportunidad de mostrar su poder sobre la sociedad. Por eso el grabado, a pesar de su innegable belleza, tuvo menos consideración que el lienzo o el mural. Cualquier otro podía tener un grabado de Durero.

Entiéndase que no hablo de la obra de arte, sino de su valor en el mercado. Cuando vi en el museo del Prado “Los niños de la concha”, de Murillo, me temblaron las piernas y tuve que buscar un asiento. Había visto cientos de veces esta obra, pero ahora, delante del cuadro original, aquello era otra cosa muy distinta a todo lo que, siendo la misma imagen, había visto anteriormente. Existe realmente una energía desde el cuadro original hacia el espectador, que hace únicas en su especie a ciertas obras de arte. Y se comprende entonces porque Van Gogh es único.

La música no se podía tener en propiedad privada, tampoco la poesía, pero la escultura y sobre todo la pintura, sí. La batalla final quedó ganada cuando se pasó del mural al lienzo. El propietario, a veces un mecenas, se llevaba la obra consigo si cambiaba de domicilio. Y podía también contratar a algunos desalmados para que le robasen al vecino el Murillo que tenía en el dormitorio. Luego lo escondía en el sótano y solo él podía contemplar a Yahveh, porque solo hay un original de ese Murillo. Pobres cómics sin valor tirados en la calle y mojados por la lluvia, convertidos en papel inservible y luego en nada. Vosotros no sois hijos de Yahveh, sino de un dios menor.