viernes, 21 de octubre de 2022

LA INVISIBILIDAD DE LO COTIDIANO

 


La verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto del cuerpo. Lo que ocurre es que soy invisible. Es un fastidio, pero no lo puedo remediar. (El hombre invisible. H. G. Wells)

El cuadro que encabeza este artículo, obra del genial René Magritte, cuya obra ya es un referente icónico, se ve a dos hombres, uno de ellos transparente. Estoy seguro que muchas de las personas que miran este cuadro piensan que están viendo a dos hombres, uno de ellos invisible, pero no es así. A cualquiera de los dos hombres podemos localizarlos perfectamente, de uno de ellos podremos afirmar cómo va vestido, del otro no tenemos más idea, excepto que lleva un sombrero.

Pero nuestra prodigiosa y velocísima mente ya ha hecho invisible al hombre. Le ha otorgado una facultad que no posee por sí mismo, pero sí que, con el tiempo y el trato, le es otorgada por los demás. Raro honor del que todos somos investidos por algunos, muchos, más de lo que creemos, familiares y amigos.

Buena parte de mi infancia y adolescencia transcurrió en el barrio malagueño de Capuchinos, así que lo conozco al dedillo. Todo me es familiar cuando paseo por sus calles. A pesar de los cambios que ha sufrido, aún reconozco su vibración anímica. A pesar de que nosotros, los de ayer, ya no somos los mismos, que dijo Pablo Neruda, queda algo de lo que fue, como un animalito herido que se resiste a morir. Paseo por mi antiguo barrio y me siento en casa, soy uno más de sus habitantes, aunque ahora pasee más como un anónimo visitante ocasional. Muchos años atrás ejercí de mapeador enamorado del barrio de Capuchinos, -todos mapeamos los lugares de la infancia-, y tracé cada hechura de Capuchinos en mi cerebro. Y por lo conocido es al mismo tiempo un espacio con imágenes que he olvidado o jamás he vuelto a ver.



Cuando se visita una ciudad por primera vez, el viajante examina detalladamente a su llegada la fachada del hotel donde va a alojarse. Esa fachada es, por lo general, lo primero que se transformará en cotidiano para nuestro viajero. Tras dejar la habitación, nuestro visitante, -excepto que una atracción magnífica le lleve casi en volandas a otro lugar-, saldrá a pasear por los alrededores del hotel donde se hospeda. Al cabo de un par de días la zona en cuestión habrá adquirido un rango mínimo de espacio conocido o perímetro de seguridad. Y habrá adquirido el dudoso honor de la invisibilidad.

Otro ejemplo: La joven llamada Y griega se levanta todas las mañanas y va a la cocina, coge la cafetera, echa agua y café, pone la cafetera al fuego y se queda pensando en algo, casi siempre asuntos que quedaron pendientes del día anterior o que se han de afrontar en el día que comienza. Una vez que la cafetera con su pitido delata que el café está listo, Y griega coge una taza, saca la leche del frigorífico, -Y griega toma la leche de soja y además no la calienta-, y se sirve un café estimulante para el día que se avecina. Todos estos actos los realiza sin que sea consciente apenas de los movimientos.

Y griega no lo piensa, pero siempre se sitúa a la misma distancia del azucarero que está en una repisa y extiende el brazo con una precisión y velocidad milimétrica gestada por años de entrenamiento inconsciente, su mano se abre para abarcar el diámetro exacto del azucarero, atrapándolo sin opción de libertad para el objeto. Es normal que no tenga que pensar “extiendo el brazo hasta cuarenta centímetros de distancia para coger el azucarero, abro la mano con un diámetro de X para cerrarla luego sobre el azucarero, etc.”, si hubiésemos de cumplir todo ese ritual diario pensando a cada nanosegundo no solo el movimiento, sino también el hecho del para qué del movimiento, nuestra mente no lo resistiría. Por ello, la Naturaleza, -Sabia Ella-, ha dotado al cerebro de todos los seres vivientes para que gestionen actos mecánicos ad nauseam en el tiempo y el mismo espacio, sin tener que reflexionar sobre el movimiento.



Y, debido al uso cotidiano de cada mañana, sucede una cosa curiosa con el azucarero, y es que este desaparece, deja de tener apariencia física, solo tiene contenido. El azucarero ha dejado de ser un elemento material, solo es un elemento pasivo de receptividad del azúcar. Esta cualidad de elemento pasivo sin distingo de las otras cosas le sucede también a la cafetera, a la plancha, al botón de la camisa, etc. Todos los elementos de uso cotidiano, y en este uso incluyo además de los elementos domésticos, también los Intangibles, como el camino hasta el trabajo, la distancia hasta el supermercado donde se hace generalmente la compra, el saludo al vecino amigo, etc. pierden la identidad.

Solo cuando el azucarero se rompe o se queda vacío, cuando el camino hasta el trabajo está cortado, los elementos vuelven a cobrar identidad; entonces, percibimos que la tapadera del azucarero tiene una hojita de adorno o que está rayada por el borde, que el botón de la camisa es ligeramente cóncavo, etc. Creo que fue Gottlieb Fichte quien dijo que nunca tiene mayor existencia el dedo meñique de una mano que cuando es amputado. Como cosa curiosa añadiré que hay personas a las que un elemento amputado, sigamos con el dedo meñique, les sigue doliendo después de ser separado del cuerpo. Esto es curioso.

Escuché una vez a un tarotista “estoy viendo que por ahí viene mi amigo. Y por eso mismo, porque le he visto y le he reconocido como mi amigo, he dejado de verlo”. No es nada extraño que este comentario sobre como las cosas que son cotidianas dejan de verse provenga de un tarotista, si algo distingue a un lector de cartas del Tarot es su capacidad de ver y no dejar de ver por más que haya visto la misma carta. Pero no todos jugamos a ese apasionante cruce de arquetipos que es el Tarot. No todos poseemos la capacidad de seguir viendo lo que ya se ha visto. Por eso dejamos de ver aunque sigamos mirando.



Y dejamos de encontrarnos con los seres queridos, aunque estén a nuestro alrededor, también ese objeto que tanta ilusión nos hizo se torna en un objeto más, Platero deja de ser peludo y suave, ni siquiera es un burro, solo es un bulto en el establo. He leído por ahí, vaya usted a saber dónde, que las conexiones sinápticas entre las células del cerebro, nuestras increíbles neuronas, de las que tenemos ochenta y cuatro mil millones en el cerebro, cada una con quince mil, más o menos, conexiones, pues bien, estas chicas que permiten la vida, aprender a leer y que en mi cerebro deben estar funcionando para que yo escriba esto y sepa cómo hacerlo, se van desconectando entre sí de zonas que no utilizamos. Se van marchando, dejándonos solos con nuestra indiferencia, completamente solos, sin esas zonas que reconocemos porque nos pertenecen, sin esos seres amados que por lo cotidiano ya no existen, sin ese As de copas que un día escondimos en el cajón y ya no recordamos qué nos hizo esconder una carta en un cajón.

Nos vamos quedando ciego a fuerza de ver. Como la locura se apodera de algunas personas a fuerza de pensar en la posibilidad de volverse loco.