La
verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto del cuerpo. Lo que
ocurre es que soy invisible. Es un fastidio, pero no lo puedo remediar. (El
hombre invisible. H. G. Wells)
El cuadro que encabeza este artículo, obra del
genial René Magritte, cuya obra ya es un referente icónico, se ve a dos
hombres, uno de ellos transparente. Estoy seguro que muchas de las personas que
miran este cuadro piensan que están viendo a dos hombres, uno de ellos
invisible, pero no es así. A cualquiera de los dos hombres podemos localizarlos
perfectamente, de uno de ellos podremos afirmar cómo va vestido, del otro no
tenemos más idea, excepto que lleva un sombrero.
Pero nuestra prodigiosa y velocísima mente ya
ha hecho invisible al hombre. Le ha otorgado una facultad que no posee por sí
mismo, pero sí que, con el tiempo y el trato, le es otorgada por los demás.
Raro honor del que todos somos investidos por algunos, muchos, más de lo que
creemos, familiares y amigos.
Buena
parte de mi infancia y adolescencia transcurrió en el barrio malagueño de
Capuchinos, así que lo conozco al dedillo. Todo me es familiar cuando paseo por
sus calles. A pesar de los cambios que ha sufrido, aún reconozco su vibración
anímica. A pesar de que nosotros, los de ayer, ya no somos los mismos, que
dijo Pablo Neruda, queda algo de lo que fue, como un animalito herido que se
resiste a morir. Paseo por mi antiguo barrio y me siento en casa, soy uno más
de sus habitantes, aunque ahora pasee más como un anónimo visitante ocasional.
Muchos años atrás ejercí de mapeador enamorado del barrio de Capuchinos, -todos
mapeamos los lugares de la infancia-, y tracé cada hechura de Capuchinos en mi
cerebro. Y por lo conocido es al mismo tiempo un espacio con imágenes que he
olvidado o jamás he vuelto a ver.
Cuando
se visita una ciudad por primera vez, el viajante examina detalladamente a su
llegada la fachada del hotel donde va a alojarse. Esa fachada es, por lo
general, lo primero que se transformará en cotidiano para nuestro viajero. Tras
dejar la habitación, nuestro visitante, -excepto que una atracción magnífica le
lleve casi en volandas a otro lugar-, saldrá a pasear por los alrededores del
hotel donde se hospeda. Al cabo de un par de días la zona en cuestión habrá
adquirido un rango mínimo de espacio conocido o perímetro de seguridad. Y
habrá adquirido el dudoso honor de la invisibilidad.
Otro
ejemplo: La joven llamada Y griega se levanta todas las mañanas y va a
la cocina, coge la cafetera, echa agua y café, pone la cafetera al fuego y se
queda pensando en algo, casi siempre asuntos que quedaron pendientes del día
anterior o que se han de afrontar en el día que comienza. Una vez que la cafetera
con su pitido delata que el café está listo, Y griega coge una taza,
saca la leche del frigorífico, -Y griega toma la leche de soja y además
no la calienta-, y se sirve un café estimulante para el día que se avecina. Todos
estos actos los realiza sin que sea consciente apenas de los movimientos.
Y
griega no lo piensa, pero siempre se sitúa a la misma
distancia del azucarero que está en una repisa y extiende el brazo con una
precisión y velocidad milimétrica gestada por años de entrenamiento
inconsciente, su mano se abre para abarcar el diámetro exacto del azucarero, atrapándolo
sin opción de libertad para el objeto. Es normal que no tenga que pensar “extiendo
el brazo hasta cuarenta centímetros de distancia para coger el azucarero, abro
la mano con un diámetro de X para cerrarla luego sobre el azucarero, etc.”,
si hubiésemos de cumplir todo ese ritual diario pensando a cada nanosegundo no
solo el movimiento, sino también el hecho del para qué del movimiento, nuestra
mente no lo resistiría. Por ello, la Naturaleza, -Sabia Ella-, ha dotado al
cerebro de todos los seres vivientes para que gestionen actos mecánicos ad
nauseam en el tiempo y el mismo espacio, sin tener que reflexionar sobre el
movimiento.
Y,
debido al uso cotidiano de cada mañana, sucede una cosa curiosa con el
azucarero, y es que este desaparece, deja de tener apariencia física, solo
tiene contenido. El azucarero ha dejado de ser un elemento material, solo es un
elemento pasivo de receptividad del azúcar. Esta cualidad de elemento pasivo
sin distingo de las otras cosas le sucede también a la cafetera, a la plancha,
al botón de la camisa, etc. Todos los elementos de uso cotidiano, y en este uso
incluyo además de los elementos domésticos, también los Intangibles, como el
camino hasta el trabajo, la distancia hasta el supermercado donde se hace
generalmente la compra, el saludo al vecino amigo, etc. pierden la identidad.
Solo
cuando el azucarero se rompe o se queda vacío, cuando el camino hasta el
trabajo está cortado, los elementos vuelven a cobrar identidad; entonces,
percibimos que la tapadera del azucarero tiene una hojita de adorno o que está
rayada por el borde, que el botón de la camisa es ligeramente cóncavo, etc.
Creo que fue Gottlieb Fichte quien dijo que nunca tiene mayor existencia el
dedo meñique de una mano que cuando es amputado. Como cosa curiosa añadiré que
hay personas a las que un elemento amputado, sigamos con el dedo meñique, les
sigue doliendo después de ser separado del cuerpo. Esto es curioso.
Escuché
una vez a un tarotista “estoy viendo que por ahí viene mi amigo. Y por eso
mismo, porque le he visto y le he reconocido como mi amigo, he dejado de
verlo”. No es nada extraño que este comentario sobre como las cosas que son
cotidianas dejan de verse provenga de un tarotista, si algo distingue a un
lector de cartas del Tarot es su capacidad de ver y no dejar de ver por más que
haya visto la misma carta. Pero no todos jugamos a ese apasionante cruce de
arquetipos que es el Tarot. No todos poseemos la capacidad de seguir viendo lo
que ya se ha visto. Por eso dejamos de ver aunque sigamos mirando.
Y
dejamos de encontrarnos con los seres queridos, aunque estén a nuestro
alrededor, también ese objeto que tanta ilusión nos hizo se torna en un objeto
más, Platero deja de ser peludo y suave, ni siquiera es un burro, solo es un
bulto en el establo. He leído por ahí, vaya usted a saber dónde, que las
conexiones sinápticas entre las células del cerebro, nuestras increíbles
neuronas, de las que tenemos ochenta y cuatro mil millones en el cerebro, cada
una con quince mil, más o menos, conexiones, pues bien, estas chicas que
permiten la vida, aprender a leer y que en mi cerebro deben estar funcionando
para que yo escriba esto y sepa cómo hacerlo, se van desconectando entre sí de
zonas que no utilizamos. Se van marchando, dejándonos solos con nuestra
indiferencia, completamente solos, sin esas zonas que reconocemos porque nos
pertenecen, sin esos seres amados que por lo cotidiano ya no existen, sin ese
As de copas que un día escondimos en el cajón y ya no recordamos qué nos hizo
esconder una carta en un cajón.
Nos
vamos quedando ciego a fuerza de ver. Como la locura se apodera de algunas
personas a fuerza de pensar en la posibilidad de volverse loco.