miércoles, 28 de octubre de 2020

LA NOCHE DE LOS BAOBABS

 


Dice el salmo XIV, Dixit insipiens in corde suo: non est Deus. Lo cual traducido macarrónicamente al español significa, “Dice el insensato a su corazón: Dios no existe”. Un insensato es aquel que niega lo evidente. Este hermoso salmo bíblico, que sirvió a San Anselmo de Canterbury para desarrollar su argumento ontológico sobre la existencia de Dios, califica de insensato a aquel que niega la existencia de Dios ¿Por qué insensato y no loco? Porque el loco cae por un precipicio debido a que no lo ve, el insensato cae porque se pasea por los bordes y finalmente, como era de esperar, resbala y muere.

La insensatez y lo estúpido son hermanos gemelos. El insensato ve el peligro y no lo saborea, -ese es otro tipo de elemento humano-, sino que no le hace cuenta, piensa que no va con él, el peligro está destinado a otro. El insensato puede pasar por debajo de una escalera porque el bote de pintura caerá sobre la cabeza de otro; cuando finalmente el bote de pintura cae sobre su cabeza y hombros, el insensato adquiere además el estatus de estúpido. Podríamos también diferenciar entre un estúpido y un imbécil, aquel es quien supone, por su arrogancia, que no le va a pasar nada, el otro, el imbécil, sencillamente no es arrogante, sólo imbécil.

Mi amiga Gertru, que es todo lo contrario de lo anteriormente descrito, una persona inteligente y dotada de una prudencia admirable, me envió el otro día un artículo sobre la muerte de los baobabs en África. De los veinte árboles milenarios que de esta especie quedaban en el continente negro, seis de los más antiguos están muertos. Son gigantes muertos y su necrosis ha sido descubierta a raíz del estudio que en estos árboles iban a realizar unos botánicos. Nadie se había percatado de que estos gigantes arbóreos estaban muertos. Se han ido en silencio, sin una queja, sin una muestra de dolor, sin una rama caída. Se han ido quizás con el desprecio hacia una especie que, además de propiciar la destrucción de la vida en el planeta, bien puede ser catalogada como insensata y estúpida.

Una leyenda africana asegura que los baobabs eran unos árboles muy hermosos, pero su orgullo, el inefable orgullo de la belleza, causó la ira de los dioses; como castigo, los celestiales pusieron bocabajo a los orgullosos baobabs. La soberbia solo sirve para poner una máscara delante de los ojos. El que piensa que su visión es superior a la de los demás, termina ciego y cree que lo que le susurran en los oídos es lo que está viendo. La estupidez, hermana de la arrogancia, que dirían los griegos tan aficionados ellos a crear lazos familiares entre sentimientos e ideas, se apodera del corazón de los arrogantes. Entonces, cuando se llega a ese punto, solo se lanzan grandes frases, muchas de ellas realmente inspiradas, que solo sirven para una satisfacción personal.



Lo curioso es que las grandes frases parecen dar carta de crédito a las grandes estupideces. Pero volvamos a la insensatez y su arrogancia. Preguntados los científicos por la causa de la muerte de los baobabs, estos no tienen respuesta. Tampoco se tuvo para el suicidio colectivo de manadas de delfines hace años. Como no tenemos respuesta a la pregunta de por qué se permite la caza de las ballenas o por qué el espacio vital de los tigres de Sumatra ha sido eliminado. Cuando Caín mata a Abel, Jehová le pregunta ¿Dónde está tu hermano? Caín responde: No lo sé ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?

Todas las especies que vivimos en el planeta Tierra somos hermanos pues descendemos del mismo origen, una célula surgida por una causalidad o casualidad tan inmensa como tirar al aire una caja de palillos de dientes y que al caer se forme una réplica de La torre Eiffel, según el malogrado científico Carl Sagan. La extinción de una especie es una tragedia repetida dentro del marco común de la vida. El fin de los grandes dinosaurios es un grandioso ejemplo de ello. Pero la vida se regeneraba porque tenía todos los componentes para hacerlo. 




No es una tragedia especial el fin de una especie, como puede serlo el de las jirafas, las cuales están también en riesgo, pero sí lo es que ninguna otra especie ocupe el lugar de la que desparece. Se puede hacer el imbécil extinguiendo a los Dodos, esos pájaros carismáticos que ya solo existen en el cuento de Alicia en el país de las maravillas, pero no se puede hacer el cretino destruyendo el hábitat donde se vive. Porque no hay otro. Los seres vivos del planeta Tierra, sólo pueden vivir en el planeta Tierra. Esas visiones futuristas y alegres de individuos emigrando a otros planetas, hoy por hoy, en el momento de escribir esto, podríamos calificarla de Ciencia- ficción sin base científica. Tiene la misma credibilidad que Noé guardando una pareja de cada especie animal en el arca.

Recuerdo cuando era pequeño haber escuchado la pregunta ¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos? Y esa pregunta cada vez va perdiendo valor porque ya no se trata del lugar donde vivirán nuestros descendientes, sino de la propia supervivencia de la vida en el planeta. Una destrucción en progresión aritmética ejecutada por nuestra especie, una especie poseída por una arrogancia y estupidez insoportable. Como si el diablo hubiese ganado el alma del hombre. Todos sabemos el daño irreparable que, por poner un ejemplo, está haciendo el plástico, pero el insensato sigue produciendo miles de toneladas de plástico a diario.

El día que mi especie esté muerta, definitivamente muerta, hasta el último representante, yo también lo estaré para siempre. No habrá un cromosoma que me continúe. Y me sobrevivirán las cucarachas, las ratas, y muy especialmente las tardigradas, esos animalitos diminutos, feos como ellos solos, pero los más capaces de sobrevivir a todo. Y las tardigradas, que como ya he comentado son feas como ellas solas, se mearan sobre mis huesos insepultos. Los huesos del pretendido rey de la creación. Los huesos de la supuesta especie hecha a imagen y semejanza de Dios. Los huesos de un insensato.

jueves, 22 de octubre de 2020

THAIS

 


De Thais, la bellísima cortesana egipcia, me habló D. Antonio Mingote, en su genial, divertida y ampliamente documentada “Historia de la gente”. Me contaba Mingote, como en el siglo IV d. J. C., en la tebaida egipcia, vivió un santo anacoreta llamado Pafnucio, de lo cual no se le puede culpar, que abandonó su retiro de la vida, -que esto y no otra cosa significa “anacoreta”, palabra que tiene su origen en la griega anakhoreté “me retiro”-, y fue hasta la ciudad de Alejandría, impulsado por el deseo de apartar a la deslumbrante cortesana Thais, de la vida de pecado en la que se hallaba y de ser perdición de los hombres.

Resultó que la bellísima hetaira también era cristiana, mire usted por donde, y que tras escuchar a Pafnucio, comprendió el gravísimo error de arrastrar una vida de latrocinio. Así que, siguiendo instrucciones del santo eremita para purgar sus pecados Thais regaló todas sus alhajas a los pobres, quemó las estatuas y pinturas lascivas que poseía, quizás hasta derribó su casa y se retiró al desierto donde vivió alejada de todo contacto con los humanos hasta su muerte en olor de santidad. Esto es lo tocante a la leyenda. Preciosa, por cierto. Y esto lo digo sin ironía alguna.



Y ahora recuerdo que en mi infancia escuchaba cantar a mi abuela una historia donde una niña es vendida a un prostíbulo, pero San Antonio escucha sus ruegos y disfrazado de cliente saca a la niña de la casa de perdición. Es muy posible que esta canción o romance antiguo que yo escuchaba embelesado cantar a mi abuela, tenga su origen en la historia de la bellísima Thais. No olvidemos que San Antonio es el gran padre espiritual de los anacoretas. Así que entre solitarios del desierto quedan ambas historias.

La monja Hroswita o Roswita, abadesa de Gandersheim, allá por el férreo siglo X, escribió una versión teatral en latín de la historia de Thais y Pafnucio, el motor fue que sus monjitas no tuviesen que aprender latín leyendo al impúdico Terencio, quien, entonces, estaba considerado el culmen de la escritura latina. Tres siglos más tarde, Santiago o Jacobo de la Voraginé, en su deliciosa “Leyenda dorada”, recoge, entre otras muchas leyendas de santos, la historia de Thais. Murillo tiene un cuadro que no sabemos si la retratada es María Magdalena o Thais penitente. Es el que se reproduce al principio de este artículo. Me emociona esta imagen donde la belleza se muestra humilde.

Más adelante Anatole France escribió una novela basándose en la historia que acabo de relatarles muy sucintamente. France alteró el argumento en aras de un impulso vital, cargó las tintas contra el santo anacoreta a quien pinta acosado en su retiro por el recuerdo de Thais, vuelve a buscarla al convento donde la dejó casi emparedada, solo para encontrarla agonizante y enloquecer. Massenet, compuso una ópera exquisita que se titula “Thais”, siguiendo el giro dado a la historia por Anatole France. Es famosísimo el fragmento de esta ópera conocido como “Las meditaciones de Thais”. No se la pierdan. Al final de este artículo les dejo un enlace para escuchar esta pieza musical tan hermosa.



Y quiero comentar con ustedes que siempre he considerado que Pafnucio no necesitó utilizar demasiada oratoria para convencer a Thais ¿Por qué? La razón es que aquella muchacha cuya belleza hacia perder la cabeza a los hombres, tenía una esencia distinta a lo que era. Ahora bien, el asunto de las esencias no tendría su puesta a punto hasta el siglo XI de la mano de Ibn Bayya, o como se le ha conocido en Occidente, Avempace. Y como faltaban tantos siglos para que Avempace o Ibn Bayya hablase de estas cosas, los del siglo IV, santificaron a Thais.

En realidad, Thais jamás fue una prostituta, sólo era alguien que ejerce de lo que no es. Thais era una diosa del sexo en su forma de femme fatale, pero su corazón pertenecía a la vida del abandono en el desierto. Supongo que era prostituta de día y durante la noche contemplaba la luna en oración. Ahí estaba ella en cuanto ella misma. -Entiéndase siempre que escribo desde patrones de vista morales cristianos, para respetar el ambiente de la historia y así nos evitamos tener que estar a cada paso explicando que “todo depende del color del cristal con que se mira”-. La esencia de Thais era la de un eremita.

Ibn Bayya habla en su obra ·La carta del adiós” de las esencias “aquello que toda persona realmente es”. La esencia es la reducción absoluta de la personalidad a una tendencia del espíritu que se muestra más poderosa que todas las demás, las domina y empuja los actos de cada individuo, siempre que este puede manifestarse tal cual es. Thais no es convencida por Pafnucio, porque ya está convencida desde siempre. De igual forma, el destripador de Londres, para ser un asesino no necesitó una infancia difícil, solo el brillo de la hoja de un cuchillo abandonado sobre una mesa, quizás de la cocina…

Haciendo comparaciones, esas que casi siempre son odiosas, podríamos establecer la analogía entre la forma que tenemos de mostrarnos cada día en sociedad y nuestro cuerpo, nuestros anhelos secretos serían análogos al alma; pero la esencia es el reducto último, la célula de aquello que es lo que a cada hombre le importa realmente. Y este importar realmente, como si se tratara de un átomo en un agujero negro, recoge y conforma al mismo tiempo todo lo que somos.



Así, algunas personas lo abandonan todo y siguen una vida completamente distinta no solo a la que llevaban, sino, y esto es lo importante, a aquello que parecían amar. El hecho para estas personas es responder a su esencia. Hace algunos meses en este mismo blog publiqué un artículo que se llama “La vida apócrifa”, sobre una idea de María Zambrano. No se debería confundir esa vida de otros que vivimos con la esencia. Esta es imposible vivirla porque es una tendencia del alma, sólo existe como fuerza espiritual y no como fenómeno físico. Si amo la música por encima de todo, la Idea de la belleza será mi esencia, mi pasión la música, mi vida apócrifa, quizás sea trabajar de domador de leones en un circo.

La esencia está más allá y mucho más acá de lo que sueña la psicología moderna, con su ello, su yo y su superyo. No se encuentra en la estructura de la personalidad, sino que es la conformadora de la personalidad. Es decir, no se encuentra en el alma, sino que es la célula sobre la que se montará el alma de cada individuo. La contradicción entre la esencia y los actos pueden producir no pocas frustraciones y enfermedades mentales.

Para concluir desearía compartir con ustedes una curiosidad: La idea de escribir este artículo que están acabando de leer fue la que me llevó a crear un blog de este tipo. Lo lógico es que hubiese sido el primer artículo publicado, pero ha habido veintidós artículos antes que este y algunos más en otro blog. Por fin, escribo el artículo. Volver a revisar parte de lo que hace ya tantos años leí en Ibn Bayya no ha tenido poca culpa en la tardanza.

THAIS- MEDITACIONES

viernes, 16 de octubre de 2020

LA OBRA QUE NUNCA ACABA

 


         Mis amigos saben que mi padre me dejó en herencia tres cosas, el amor por la poesía, y en especial por la Divina Comedia, una edición de “las mil y una noches” traducida al español por Blasco Ibáñez, de la que hiciera del árabe al francés, Joseph C. Mardruz, y una imposibilidad genética para hacer dinero. Este último obsequio bien pudo ahorrárselo.

Mi padre andaba obsesionado con las mil y una noches, igual que lo anduvo toda su vida, Borges. Hasta tal punto que me decía una y otra vez que me quedase con la bella edición de las mil y una noches, en seis volúmenes que editó “El Círculo de Amigos de la Historia”. Pero yo no quise llevármela mientras él vivía. Solo tras su muerte, recogí aquella edición que no tiene nada de particular excepto que mi padre deseaba que yo la conservara. Así, esta edición se volvió única para mí en el Universo.

Hace un año leí que el profesor granadino, que ejerce su docencia en la Universidad de Málaga, Salvador Peña, estaba acumulando premios nacionales e internacionales por su traducción al español de “las mil y una noches”. Esta traducción fue publicada en 2018, por la editorial Verbum. Así que, saboreando la idea de hacerme con los cuatro volúmenes, poco a poco, uno a uno, con paciencia, dejando pasar el tiempo para que la espera la hiciese más deseable, están instalándose los volúmenes de esta traducción en una de las estanterías de mi biblioteca.

Y encontré en este asunto una nota curiosa y triste, como si fuese la nota de un buen blues. De esos que sabían tocar como nadie B. B. King o Muddy Waters. Paso a explicarme si aún están leyendo este artículo tan personal.

 La primera vez que leí una versión de “Las mil y una noches” fue una traducción de la que hizo del árabe al francés Antonie Galland. Esta traducción fue la primera publicación (1704) a un idioma occidental. Cuando leí esta versión, publicada por la editorial Sopena, yo podía tener alrededor de los catorce años. Luego llegó a mi casa la edición de Mardruz (la edición original de Mardruz, se publicó en 16 volumenes, entre 1899 y 1903), aquella que mi padre se empeñó en que yo poseyera algún día; el mundo para mí era aún joven, se levantaba si no la alborada, sí la hora del ángelus o del vermut. Los años pasaron y, rondaría los cuarenta años cuando compré la más que excelente traducción de Juan Vernet, editada por Planeta, y el computo de mi vida comparado con un día, estaba entonces cerca de la hora del almuerzo en el mundo Mediterráneo, las tres de la tarde. Ahora llega esta versión, ahora que el otoño ha blanqueado mis sienes, como más o menos cantó Carlos Gardel. Y siento que ya no habrá más versiones dignas de reseñar por mi parte. Ahí está la “blue note”.


He sido el primer asombrado al ver la relación tan especial que mi vida ha ido manteniendo con “Las mil y una noches”. Los árabes dicen que jamás se puede concluir la lectura de esta obra portentosa. Quizás porque hay mil y una versiones de las mil y una noches, siendo la única obra en la historia de la literatura que está en continuo movimiento. Como ustedes saben, en los manuscritos que encontró Galland, no figuraban los cuentos más famosos, Aladino, Simbad o Alí Babá. Estos cuentos fueron añadidos por Galland, sacándolos de otras fuentes. Incluso se comenta que algún cuento fue añadido de su propia cosecha. Si fue así, Galland estuvo a la altura de la obra.

Más adelante Mardruz quiso hacer su versión. Despotricó de la presentada por Galland y dijo que aquella era una versión pacata y temerosa de ofender la moral de los lectores. Mardruz prometía una versión más fidedigna de la obra. El resultado es conocido como “la bella infiel”, pues la traducción de Mardruz rebosa de una belleza de la que en ocasiones carece el original. Por supuesto, Mardruz dejó los cuentos que Galland había añadido por cuenta propia. Y los hizo más hermosos.

Luego, cada cantidad de tiempo sale una versión “definitiva” de la obra, expurgando cuentos y añadiendo otros. Y todas las versiones siempre es la versión. Esto no sucede con ninguna otra obra en toda la historia de la literatura universal.

¿Qué tienen estos cuentos para que, autóctonos o importados, sean necesarios en toda cultura?  Julian Marias, el gran filósofo español, dijo que “cada cultura crea aquello que necesita”. La cuentística popular es común a todos los pueblos; amparándonos en la frase de Marías, podemos afirmar que todo hombre necesita escuchar cuentos. Si esto es cierto, Caperucita Roja es mucho más importante que El árbol de la vida, de Pío Baroja. Sin desmerecimiento alguno hacia esta excelente novela.

La cuentística popular cuando se ofrece en una serie ordenada de historias en torno a un argumento director ofrece el compendio de sabiduría que se ha ido depositando durante siglos sobre los relatos. De igual forma que se crean los estratos de suelo a base de polvo y otros elementos que se depositan sobre el manto original, cada mano que toca el cuento añade algo bueno o malo. El tiempo deja unas alteraciones y se lleva otras. A veces, esos elementos arrancados son depositados en otro manto, en otro cuento. Son esos elementos que chocan en algunas narraciones. El cuento popular puede ser leído por un niño y por un sabio. Esta es una gran cualidad que gozan muy pocas obras maestras.




Las 1001 y una noches, el Panchatantra, El Kalevala, Sendebar, etc., son maravillosas colecciones donde la sabiduría se deposita de forma anónima, no sólo por la carencia de autor, sino porque parece que quiere pasar sin ser reconocida, como una celebridad del cine en medio de un mercado.

Un verso leo en uno de los cuentos de esta obra inmortal, el de “Luna del Tiempo y Plenilunio”, esa joven pareja de belleza prodigiosa, “Sus cabellos eran oscuros como la noche del adiós”. En un principio pensé que la noche del adiós, se refería a la despedida final entre dos amantes, pues la siguiente comparación literaria trata de la unión amorosa. Algunos minutos después caí en la cuenta de que esa noche del adiós, se refería a la última noche vivida, al fin de la existencia.

Y, entonces, no pude por menos de evocar ese verso magnífico, decirlo en voz baja, musitándolo apenas, pero dejando que mis labios se movieran al pronunciar cada sílaba “Y habrá un día en que el ángel de la muerte te ofrezca su copa y no podrás resistirte a beberla”. Creo que el verso se encuentra en las magníficas Rubayyat de Omar Jayyam, el maravilloso poeta persa, el mismo origen de tantos cuentos de las mil y una noches.


Borges se preguntaba qué libro quedaría sin terminar cuando llegara el momento de su partida. Ignoro cual fue ese libro. Tampoco tengo interés en saberlo. Pero les puedo decir qué obra no pudieron terminar jamás ni Borges ni mi padre, Las mil y una noches. Como yo tampoco podré terminarla. Afortunadamente.