viernes, 13 de marzo de 2020

LOCURA DE AMOR






Resulta que mi amigo Fabricius Ignotus, el árbol ¿recuerdan? tiene toda la pinta de ser un almendro: las hojas lanceoladas y verdes, las flores pequeñas, blancas, de corazón ensangrentado, que se ofrecen generosas durante el mes de febrero; pero mi amigo Fabricius en su vida ha dado una almendra. Tampoco creo que eso tenga mayor importancia. A un amigo se le acepta como un almendro, aunque tenga pinta de olivo, que no es este el caso.



Tengo que contarle a Fabricius, que, según Ibn Arabí, el origen de la proliferación de los almendros en Andalucía, y en concreto en la zona de Medina Azahara, tiene un fondo tan romántico que haría palidecer a Espronceda. En mis años de estudiante universitario escuché que el califa Abd- al Rahmán III, tenía entre sus muchas esposas, una singularmente hermosa de la cual andaba enamoriscado, pero la dulce muchacha siempre estaba triste. El poderoso califa, pero sólo Alá es realmente grande, copiándole algunos siglos antes los versos a Rubén Darío, se decía “La princesa está triste ¿Qué tendrá la princesa?”
Al parecer, la muchacha añoraba las nieves de su tierra y le apenaba el recuerdo del blancor perdido. Entonces, el enamorado califa hizo plantar almendros en toda la zona de Medina Azahara, para que cuando florecieran, la muchacha pudiera evocar las nieves de su país. 



Quizás es una leyenda, pero si no pasó así, tuvo la probabilidad de que así pasara. El amor, ese primer motor inmóvil que suponen Aristóteles y Santo Tomás, es capaz de germinar acciones que pertenecen al terreno de lo maravilloso.


Y es capaz de construir Medina Zahara o el Taj Mahal. Por cierto que mi corazón se ha llenado de inquietud y pena al leer que el mayor monumento a lo que Quevedo llamaría Amor más allá de la muerte, el Taj Mahal, que como ustedes saben fue construido por un príncipe hindú como mausoleo para su amada esposa, se está deteriorando. En parte debido a que ya no circula el mismo caudal de agua subterránea que en otros tiempos refrescaba el forjado de madera, ¿Acaso esas aguas surgen de un afluente de la Laguna Estigia? y, por otro lado, a causa de la lluvia ácida. Desde aquí ofrezco mi donativo si se necesita dinero para preservar este sueño hecho arquitectura.
¿Cómo podemos dejar que esta maravilla desaparezca?

¿Acaso no lo hubiese hecho el trovador occitano Jaufré Rudel? Nuestro poeta se enamoró de oído, es decir por las virtudes que de ella contaban los viajeros, de Melisenda, una bella condesa jerosolimitana que vivía por la zona de Trípoli. Rudel, pobre y de salud enfermiza embarcó para conocer personalmente a su amada, a la cual había enviado numerosos poemas. Pero el trovador enfermó durante la travesía. Aun así, consiguió llegar a Trípoli y llamó a las puertas del castillo de Melisenda. Ella misma abrió la puerta y el trovador murió minutos después en los brazos de la hermosa.
Jaufré Rudel muriendo en brazos de su amada,

Estas cosas como los milagros parece que solo sucedían en una época antigua, que ya no es posible. Chesterton afirmó que lo más asombroso de los milagros es que realmente suceden, Igual podíamos pensar de las extravagancias por Amor. Hablemos, entonces, de un amor surgido de forma milagrosa a principios del siglo XXI. Conocí a dos amigos, a los que llamaremos Martina y Lucindo, Ninguno significaba nada especial para el otro, según el testimonio posterior de ambos. Solo eran compañeros de curso en la Universidad.



El azar los juntó para hacer un trabajo en una asignatura. Se trataba de una reseña al libro de Ortega y Gasset “Sobre el amor.” Martina y Lucindo, sentados uno junto al otro, comentaron cada capítulo del libro. Así estuvieron unas tres semanas hablando del amor todas las tardes. 

Un día Lucindo recibió una llamada en su domicilio, Martina estaba abajo, le esperaba. Lucindo bajó las escaleras de dos en dos, salió jadeante al portal y se quedó mirando a Martina. En sus ojos leyó que el libro de Ortega, había hecho con ellos el mismo papel que cuenta Dante, hizo los amores de Lanzarote y Ginebra, con Francesca di Rimini y Paolo Malatesta. Así que, sin mediar palabra, hubo un largo beso enamorado en el portal de Lucindo. Actualmente están casados y ejercen de profesores en algún lugar del norte de África. Doy fe de que esta historia increíble, por lo hermosa, es cierta.

Hoy me apetecía contarles estas anécdotas. En definitiva, quería hablar sobre el Amor, esa fuerza que según Newton mantiene el Universo (la ley de la atracción entre las estrellas) y que es la identificación de Dios. El arco de Eros está hecho con madera de ciprés, la misma madera de la que está hecho el cetro de Zeus, para gobernar el Universo.


Ignoro si pude tratar otro tema más interesante. Estoy seguro de que ninguno es tan imprescindible.

martes, 10 de marzo de 2020

LA MUCHACHA RESPLANDENCIENTE (II)


Prosigue la leyenda japonesa recogida por Fukuyiro Wakatsuki, y que tituló “La chica resplandeciente” que Kaguya Himé, solicitó de los cinco pretendientes objetos imposibles de lugares que no existen. Con semejantes pretensiones no es extraño que la muchacha se quedase soltera.
 Tras esto, el propio emperador se enamora de Kaguya, tras verla una sola vez. Pero Kaguya no es un ser normal, el emperador la ve desvanecerse en el aire y sólo a sus suplicas vuelve a aparecer en forma corpórea.
La chica resplandeciente pertenece al pueblo que habita la Luna y, tras haber expiado una culpa que no se aclara, debe volver con su pueblo. La hermosa Kaguya Himé retarda el momento que le ofrecen los selenitas para vestir la túnica de plumas que le hará volver a la Luna, pues esa misma túnica también le hará olvidar su vida en la Tierra, esto es, a sus padres adoptivos y al emperador, de quien está enamorada. Los selenitas tienen prisa, pero no la hermosa Kaguya Himé.
“Cuando haya Luna llena, miradla para acordaros de mí” suplica a sus padres adoptivos, “Yo voy a olvidaros eternamente a mi pesar.” Y luego viste la túnica de plumas y es llevada hasta la hermosa Luna. La misma que yo contemplo algunas noches, arrobado, aplaudiendo desde mi corazón cuando se muestra plena de belleza. Soy uno de esos lunáticos. Espero de todo corazón que deba a mis padres este amor a la Luna.
Con mis amigos he comentado alguna vez que en todos los idiomas que conozco para nombrar a la Luna existe una palabra hermosa. Luna, Moon, Lune, Selene. Mi preferida para designarla es en árabe clásico, “kámar” Los hombres sienten que no se la puede designar de cualquier forma, que hay que encontrar la palabra que nos hable de la Belleza.
Para los antiguos griegos, la Luna era una diosa virgen y que gustaba de la caza. Junto con su cortejo de maravillosas ninfas, se metía en los arroyos a chapotear desnuda como su mamá la trajo al mundo. Cierto día un mancebo tuvo la mala fortuna de ver a la dama sin ropa y esta le convirtió en lobo. Cosas que pasan cuando se trata con seres sobrenaturales.
Pero esto refleja también uno de esos aspectos preocupantes de la Luna, su capacidad para producir emociones y alterar la realidad. La luna sangrienta es una amenaza que se percibe como si desde siempre hubiésemos sabido de su existencia. La calma se oculta temerosa cuando la Luna aparece como un disco rojo premonitorio en el azul de la noche, transformada de una dama vestida con gasa blanca o amarilla a la que deseamos poseer, en una femme fatale, en un dios psicopompo o conductor de las almas de los muertos.
El mar, ese otro elemento inquieto e inquietante, suele tenerla como su amada predilecta, sucumbiendo a sus caprichos, levantándose a sus ordenes o recogiéndose humilde si ella así lo desea. Sólo la Luna es capaz de ordenar semejantes cosas al mar.


LA MUCHACHA RESPLANDECIENTE (I)



Una leyenda o historia sin mayúscula que comienza de esta manera “Había un hombre llamado Taketori no Okima, que significa, el viejo que recoge bambú.” está condenada a ser una buena historia. El protagonista de esta leyenda japonesa encuentra dentro de una caña de bambú a una niña que emite luz por sí misma. Coloca a la pequeña en la palma de su mano y se la lleva a casa, pleno de felicidad porque no tenía hijos y ahora esta pequeña se convertiría en su hija. Ni qué contar tiene la enorme alegría que esto significa para su esposa. 
Luego la historia se complica porque la niña se convierte en mujer en el breve plazo de tres días y tiene muchos pretendientes; pero sólo cinco de ellos perseveran manteniendo la guardia noche y día. Por supuesto son cinco personajes de alto linaje. Y estos cinco caballeros nobles, gracias a su paciencia, esperan la recompensa de obtener la mano de la bella y misteriosa Kaguya Himé, que así se llama la moza japonesa.

Esta historia de la perseverancia amorosa, - una variedad del estado de paciencia, me recuerda aquella de la poetisa Ono no Komachi y su enamorado Fukakura no Shosho.
Este permaneció en la puerta de la casa de la poetisa durante un número indeterminado de días como prueba de su amor constante. Prueba exigida por Komachi.
Algo parecido le fue exigido al emperador Enrique IV en Canossa, quién por el asunto de las investiduras a los obispos, y por haber llamado algunas lindezas fuera de tono al heredero de San Pedro, hubo de esperar en la nieve, no a la delicada poetisa japonesa, sino al fiero y anciano papa Gregorio, para que este levantara la excomunión que había lanzado sobre el joven emperador. Asunto este de las investiduras que a pesar de la espera quedó sin resolver.
Mi padre solía decir que la paciencia es la madre de todas las virtudes. El hombre paciente sabe a qué atenerse, quizás contemplando lo que a otro habría hecho abandonar. La paciencia se conjuga bien con el silencio, que es un elemento propiciatorio de la sabiduría. Quien mucho habla, escucha poco y menos aprende. Por lo general, los habladores son gente con prisa, inquietos hasta para perder el tiempo.
Otra forma de paciencia es esa que el inabarcable poeta romano Virgilio, nos dejó en uno de sus versos “labor improbus Omnia vincit” o lo que es lo mismo “El trabajo duro venció a todas las dificultades.” El lector habrá notado que me permito ciertas licencias en mis traducciones latinas al español. Volviendo a la frase de Virgilio, esa es la paciencia de quien se sabe no dotado especialmente para alguna labor, pero cada día dedica horas a mejorar en ese campo, aun sabiendo que habrá, finalmente, un tope, un non plus ultra, hasta donde llegará su capacidad, pero ese tope siempre estará tan lejos que no llegarán sus días para verlo alcanzado.
A veces la paciencia sólo es una muestra de que se sabe esperar el momento. El guerrero en el combate debe ser paciente, soportar la lucha hasta que vea un descuido en la guardia de su enemigo. Otra cosa es el caso de Maquiavelo, para quien la paciencia no existía y lo que se debía era crear el descuido del oponente.
Son formas de entender la existencia, esa cosa tan breve que a los vivos se nos antoja inextinguible.



METAMORFOSIS CON JOHN CAGE AL PIANO


De pequeño, y todavía hoy, es para mí sobrecogedor, misterioso, casi místico, la transformación de un gusano de seda en mariposa. Ese esconderse dentro de un capullo y aparecer bajo otra forma absolutamente distinta, como una damisela tímida que se oculta detrás de un biombo y aparece luego arrebatadora, irresistible.
Particularmente, en mi niñez, y en menor grado hoy pero aún se mantiene el sentimiento, me parecían ligeramente repugnantes aquellas orugas, pero aún más repugnantes las cosas aladas de color blanco grisáceo que salían de los capullos. Aquellas mariposas no tenían nada que ver con los hermosos dibujos de lepidópteros en cuya belleza la naturaleza se había recreado.
De todas formas, yo cuidaba a aquellas pequeñas cositas y les ponía sus hojas de morera que cogía de los árboles o incluso compraba en tiendas. Quitaba la tapadera de la caja de cartón que antes había servido para guardar unos zapatos y miraba como aquellos gusanos blancos con bocas negras se movían con un contoneo de bailarina persa en una película del Hollywood de los años sesenta. Ahora sé que lo que me fascinaba era la transformación que iba a experimentar el gusano.
Lo que más me gustaba era el capullo. Con ese capullo se hacía la seda. Años después leí que el secreto de la seda fue tan celosamente guardado en China que estaba condenado con la pena de muerte revelar el secreto de la seda y no sé qué atrocidad se ejecutaría sobre aquel que intentara sacar a los gusanos de China. Cuenta una leyenda que dos individuos, extranjeros y supongo que con más amor al dinero que a la vida, sacaron algunos capullos de China, escondidos en unas cañas. Así llegó el productor de la seda a Europa.
El hecho de que, según la mitología griega, eones antes Prometeo utilizase el mismo artilugio (una caña) para esconder el fuego de Zeus y dárselo a los desvalidos humanos, me hace sospechar de la veracidad de esta hermosa leyenda sobre el transporte de los capullos de seda a Europa. Aunque también pudo servir de inspiración para el audaz transporte el mito de Prometeo.
Así que la palabra “metamorfosis” ha estado siempre asociada a mi vida y supongo que a la de mucha gente, sobre todo a aquellos que en nuestra niñez nos dedicamos al cuidado de los gusanitos que luego se transformaban en mariposas, y cuyos capullos, por cierto, jamás dieron ni un milímetro de seda.
Andaba yo despreocupado de estas cosas, cuando el otro día me tropecé con una composición magnífica: “Metamorphosis” de John Cage. Debo decir que a Cage como compositor le había dado algunas oportunidades, pero siempre terminaba aburriéndome. No me enganchaba.
La cuestión fundamental es por qué le seguía dando oportunidades. Aunque no fueran muchas las ocasiones, -tampoco tengo mi vena masoquista tan extendida, - existieron esas audiciones de la obra del compositor estadounidense y pasé alguna parte del poco tiempo que tenemos los mortales, dedicado a escuchar a John Cage ¿Por qué? Hubiese sido más fácil dar carpetazo al asunto.
En ocasiones la transformación soy yo. No es el otro, soy yo quien se transforma debido a que algo en mí se ha estado incubando, como una gripe antes de que aparezca la fiebre o cualquier otro síntoma. Hay algo que me reclama, que me impulsa a seguir intentando acceder a un mundo que no me atrae, según parece, pero del que evidentemente no me siento completamente ajeno. Y un día todo cambia.
Lo que hasta ayer era plomizo o inexplicable, se torna en algo diáfano, motivador, en una calle familiar, un gesto reconocible, una fragancia de otros tiempos. Así pasó con la música de John Cage, a raíz de escuchar “Metamorphosis.” Luego escuché sus “Estudios” y aquello sonaba a una música que me hablaba en el mismo lenguaje que yo hablo. Nos comprendíamos, formamos parte del mismo Universo.

Exactamente igual que años atrás había sucedido con Juan Sebastián Bach y sus conciertos para violín. Recuerdo que con Bach yo había tenido siempre mis reticencias. Todo el mundo me hablaba de la increíble música de Bach. Especialmente los músicos profesionales o de talento (no siempre van unidas las dos cosas). Y escuchaba la obra de J. S. Bach, pero había algo que aún me faltaba, algo que no le pedía a los demás, a Haendel, a Teleman, Vilvaldi, y un largo etcétera barroco.
Necesitaba ese algo que ni yo mismo aún hoy día tengo claro qué es. Pero estaba y está. Con los demás admiraba sus composiciones, las aplaudía, vibraba con ellas. Pero en ese mismo rango no me sentía en paz con Bach. Esto lo supe mucho tiempo después, cuando me puse a meditar sobre qué había sucedido.
Así andaban las cosas, pero un día escuché sus conciertos para violín (y es posible que los hubiese escuchado en otras ocasiones) ¡Ahí estaba él! ¡Más allá del bien y del mal! Más allá de cualquier concepto de civilización, de cualquier forma establecida, más allá del propio Bach, estaba su música, sonando en un momento eterno, en un segundo que no cesa. Los demás eran fantásticos, genios, pero a Bach le pedía más, porque sabía que había más.
En realidad, nunca se lo pedí a la obra del kantor, si no a mi mismo. Bach había puesto todo en mi mano, tenía que ser yo quien tuviese la capacidad de descubrirlo; pero por mí mismo, no por las opiniones de críticos, artistas o “Tú también puedes saber de música.” Por eso seguía escuchando a Bach, por eso seguía escuchando a Cage, por eso sigo leyendo a San Juan de la Cruz. Hay algo más que lo que yo encontraba entonces, aún hoy sé que hay mucho mas de lo que encuentro. Pero por encima de los sentidos naturales, esos cinco famosos, como los dedos de la mano, está esa cosa atávica llamada “instinto” que te invita a perseverar en la búsqueda, a cuidar orugas para que sea posible la metamorfosis en mariposa.
 Kavafis decía en su poema “Itaca” pide que tu viaje sea largo. Ese es mi deseo, seguir encontrando la belleza, aunque sea en el capullo de una oruga fea que nunca procurará un kimono de lujo.

MI AMIGO EL ÁRBOL


Tengo la enorme suerte de vivir en una zona donde la ciudad si no termina, titubea. Esto es, tengo un monte cercano, como un testigo de lo que fue esa zona antes de que las maquinas y el asfalto la civilizasen. Los sábado y domingo, bien temprano, a veces antes de que el sol aparezca, mi perro y yo damos un paseo por el monte. Cosa de media hora. Entramos por un punto y salimos por otro, donde ya los edificios manifiestan su presencia amenazante.
A veces nos sorprende el amanecer. Es hermoso ver la ciudad en silencio, los pájaros con lagañas y las hojas cargando con el rocío que aún no se ha disipado. Además, en mi camino encuentro los restos de un acueducto medio derruido, lo cual da un toque romántico a este paseo. Entonces imagino que puedo ser un pintor impresionista y pintar cosas como el viajero sobre el mar de nubes o la nostalgia ante las ruinas del pasado. Jamás he intentado coger un pincel a pesar de mi pasión por la pintura. Cosas de cada uno.
En mi paseo tengo un amigo muy especial que me espera siempre, es un árbol, parece un arbusto porque es pequeñito y anda doblado hacia el camino, lo cual le hace parecer más pequeño. Desde lejos no se ve porque está tapado por otro árbol más grande, pero el camino hace de franja entre los dos y puedo pararme frente a mi amigo y acariciar sus hojas lanceoladas.
Sucedió que un día, después de varios años de mis paseos de fin de semana, mi amigo, entonces un perfecto desconocido para mí, me llamó en la forma que puede hacerlo un árbol, mostrando las flores de sus hojas. Eran blancas y tenían el corazón ensangrentado. Me detuve frente al árbol agradeciendo el gesto de que quisiera iniciar una conversación conmigo. Admiré la belleza de sus flores, el verdor de sus hojas y observé, no sin pena, que parecía enfermo porque su tronco había perdido corteza.
Así aquel árbol rodeado de árboles, en un monte vulgar que apenas merece el nombre de monte, se hizo especial para mí. Nada es diferente del resto hasta que se le conoce. Como dijo el filósofo francés Roland Barthes, entre todas las posibles ella, elijo a ella. Desde ese momento ya no es tal o cual sino ella. Igual pasa con cualquier persona, animal o cosa.
La vida, nuestra vida, está compuesta de contactos con mayor o menor intimidad, pero que hacen una suma de conocimientos de cosas especiales entre los de su mismo género. Hasta la mesa de mi salón es la mesa y no otra mesa. Platón, cuando habla de arquetipos para su teoría de las ideas, afirma que para la idea de caballo hay un caballo que es la síntesis de todos los caballos. Para mi idea de perro, yo tengo a mi perro, que no es la síntesis de nada, pero es el que más me preocupa dentro de la familia de los cánidos. Precisamente porque le conozco y le tengo un cariño especial.
Como mi taza es mi taza y si se desconcha siento rabia, pena o desilusión. Como la taza no tiene sentimientos, cuando está demasiado desconchada, incluso antes, acaba en la basura. Como hay gente sin sentimientos, cuando un animal amigo o una persona familiar está demasiado vieja, se le abandona. No hace falta que esté viejo, a veces basta con que esté enfermo. A los animales se les deja en la carretera y a los viejos y enfermos en los hospitales.
En el otro lado están los que miman a sus cosas especiales. Aquellos que guardan hasta el fin de sus días algo sin valor para el resto del Universo, pero para ellos el Universo sin esa cosa innecesaria, tiene menos gracia. Está guardada en una maleta, en un armario, en un trastero, siempre está ahí. Cuando se hace limpieza de la zona, corre el riesgo de ir a la basura, pero, sin que sepamos a ciencia cierta por qué, volvemos a guardarla una vez más, prometiéndonos falsamente que la próxima vez la tiraremos.
Mientras escribo esto sigo ignorando qué tipo de árbol es mi amigo. Pero, por favor, que esto quede entre nosotros.

viernes, 6 de marzo de 2020

LA VIDA APÓCRIFA



Confieso que no hace mucho conocí a María Zambrano. Confieso que me impresionó sobremanera y confieso que no he dejado de amar el pensamiento de este filósofo desde el momento en que leí un párrafo escrito por su mano.
María Zambrano, como tantos otros intelectuales de su época, se vio obligada al exilio tras la derrota de la República en la guerra civil española de 1936- 1939. No fue su vida fácil, todo lo contrario, pero, a lo poco que yo sé, sí fue una vida autentica, siendo siempre ella misma y dedicada a lo que amaba.
Aquello que se ama es lo que narra de nosotros qué es lo que somos en esencia. Nuestra primera y última verdad sobre nosotros mismos está grabado con buril firme en nuestras inclinaciones y deseos. María Zambrano habla de la vida apócrifa, aquella que vivimos sin que seamos parte ilusionada de ella. Aquella que nos vemos obligados a vivir, sin que sea en verdad nuestra vida.
Porque vivir es una tarea fácil, lo realmente desastroso de la existencia es no poder dedicarnos a lo que amamos.
Cuando escucho a alguien quejarse de que no sabe qué hacer en su día de descanso, se me ponen los vellos de punta. Los días laborales, excepto un selecto grupo de elegidos por la gloria, el hombre se dedica a tareas que nada tienen que ver con él, cosas ajenas, espurias a sus verdaderos intereses. Vive la vida de otro que es idéntico físicamente a él, habla con su misma voz, se pone su ropa y duerme en su misma cama, pero cuyos intereses son ajenos a su corazón.
Luego, hay un rato al día o unos días a la semana en que se sienta frente a su trabajo de marquetería o a su tabique a medio construir y continua la labor verdadera. Hobby llaman a esto ¿Hobby? “Vida” es la palabra real. Cuando nos dedicamos a lo que amamos, somos. Mientras tanto, el resto es una farsa, una opereta bufa mal construida con decorados lamentables y actores secundarios que desafinan.
Los hindúes hablan del velo de Maya, que encubre la auténtica realidad. Los japoneses llamaron a un estilo de pintura exquisito que tomaba el día a día cotidiano, ukiyo- e, es decir, el mundo flotante, irreal. Aquello a lo que pertenecemos sin que nos pertenezca. Tolstoi en algún artículo denunció la enorme estafa que es “la redención por el trabajo.” Siempre me he opuesto a esa frase eclesiástica que afirma, para consuelo de la gente en general y de los más menesterosos en particular, que este mundo es un valle de lágrimas.
Hay mucho de marketing en el concepto de la sociedad, mucho de engaño. El derecho a ser feliz parece que tuviésemos que solicitarlo a hurtadillas, con temor a ser descubiertos, y es el principal objetivo del hombre (me niego a estar todo el tiempo hablando de hombres y mujeres, jirafas y jirafos). Como dijo Borges: "He cometido el peor de los pecados, no he sido feliz.”
Y la felicidad parece un pecado que se comete con cierta indecencia porque hay deleite en cometerlo. La felicidad nada tiene que ver con la vida apócrifa. Está la vida de esclavo, la suele llevar más de un magnate que tiene el poder y el capital para dedicarse a lo que ama; la del prisionero, aquellos que día a día tenemos que volver a cumplir las obligaciones para pagar la hipoteca, sacar adelante a los hijos, etc. Y otras vidas de similar contenido.
No llamemos a eso “vida”, por favor. Al menos, ya que todos somos engañadores y engañados, no pongamos también cara de idiotas para la foto.

jueves, 5 de marzo de 2020

POR UN PUÑADO DE LENTEJAS



Días atrás, intentando ponerme al corriente en estas cosas utilitarias que se llevan en el móvil, tales como el traductor simultaneo, el lector de códigos QR, el alquilador de patinetes eléctricos, etc., me colé en una página, merced a la publicidad del lector QR, maldito engañador, para hacer negocios con el bitcoin.
Hubo la suerte de que tras varios mensajes invitándome a participar en la fiesta, la empresa de turno se debió percatar que a mí lo del bitcoin, esas monedas que no son monedas, no me interesa demasiado. No es que sea un romántico que está mirando al pasado, lo cual es una forma como otra cualquiera de buscarse una buena torticolis, sino que ya lo he visto antes y los negocios no me interesan.
Aunque tengo que reconocer que algunos sustitutos del dinero en efectivo son sencillamente geniales, como es la tarjeta de crédito.

El éxito de la tarjeta de crédito según cuentan los entendidos en geometría, esa ciencia apasionante que tanto debe a Euclides, reside en su diseño, posee lo que se conoce como “la proporción áurea,” la misma que tiene la Vía Láctea, la última Cena de Da Vinci, la concha de algunos moluscos o mi penúltima puesta en escena para el teatro, “La Ciudad” de la dramaturga griega Loula Anagnostaki. La proporción áurea es un rectángulo donde el número Phi (por Fidias, el escultor) tiene un carácter de primera importancia y parece que todo resulta más agradable si sus proporciones están presentes. No lo pongo en duda. El éxito lo avala.

Pero antes de la tarjeta de crédito, existió el crédito de la palabra o de la amistad. Ignoro qué proporción tenía, pero como se trataba de confianza y cariño entre las personas, quizás también era un rectángulo con Fidias por medio.
El mecanismo era muy sencillo y paso a explicarlo: me decía mi madre, “llégate a la tienda de Anita y dile que te venda un kilo de lentejas, que ya iré yo luego y se lo pagaré.” Con este salvoconducto o tarjeta de amistad y confianza entraba yo en la tienda de Anita, ese yo podía tener entonces ocho o diez años, le decía a Anita lo que mi madre me había encargado, Anita cogía de un saco de lentejas a granel una proporción no áurea, sino de un kilo de lentejas y me lo echaba en un cartucho de papel.
No existían en Málaga, o yo no los conocía, los grandes almacenes, los ultramarinos gigantescos, que ahora tienen nombres que procuran disimular que se trata de la tienda de Anita a niveles mastodónticos, pero sin el crédito de amistad y confianza. Hay, eso sí, otros créditos, pero estos están basados en algo muy distinto, y a veces radicalmente opuesto, a la confianza.
En ocasiones, al pago en efectivo Anita no tenía para darme el cambio, generalmente muy poca cosa. Entonces me entregaba como resto, uno o dos caramelos o una carterilla de azafrán, invariablemente marca El Aeroplano. Recuerdo mi decepción cuando este bitcoin popular era la carterilla de azafrán y no el caramelo.
Así que cuando me hablan de monedas que no existen o sus sustitutos, viene a mi memoria el viejo axioma que afirma que no hay nada nuevo bajo el sol. Por mucho que las nuevas tecnologías se empeñen en vendernos otra cosa 

¿Saben que excepto tres o cuatro, todas las herramientas manuales que están en su caja de bricolage fueron inventadas durante la prehistoria? Pues eso.



miércoles, 4 de marzo de 2020

HOGAR, DULCE HOGAR




Leo que la uva moscatel, esa misma que da la exquisita pasa y ese vino Málaga al que era tan aficionado D´artagnan, recibe su nombre por su sabor a mosquete o rosa silvestre. Mi amiga Mili se pregunta divertida a quién se le pudo ocurrir la idea de comer rosas silvestres. Yo le respondo que el hambre se da mucha maña para improvisar el menú mientras se hace el camino.

Sobre el hambre escribió, sin nombrarlo, Goethe, en su “Hermann Y Dorotea.” Bellísimo poema que tiene anhelos de novela corta magistral. Y lo consigue. En medio de la vida bonachona y de relajo al sol de un amable pueblecito, quizás la localidad de Pössneck una caravana de exiliados cruza el camino. Todo pueblo que se exilia, que huye está condenado a la desgracia y al hambre. El contraste muestra mejor la tonalidad del color opuesto. Seguramente, algún parroquiano del amable pueblecito, piensa que esos míseros exiliados son unos palizas.
Mísero es una palabra que tiene su origen etimológico en la latina “miser” que no significa otra cosa, ni nada menos, que “desdichado.” Sin falsos aspavientos, Goethe muestra la miseria humana ¡Ay, de los vencidos!
Schumann, que terminó de la cabeza peor que estoy yo, pero denme tiempo y a ver qué pasa, compuso una obertura basada en esta obra de Goethe. Tras el tema épico, hay un trasfondo dolorido. Siempre es así. Como también está la historia de amor, porque siempre es así, entre Hermann y Dorotea. Un idilio ingenuo con andadura épica, en palabras de Rafael Cansinos Assens, tan injustamente olvidado en nuestros días.
Ahora pienso que Goethe pudo inspirarse, sin que Goethe fuera consciente de ello, en el comienzo de la primera bucólica de Virgilio, esa que contiene el maravilloso verso, entre otros versos maravillosos, “Tu, Tityre, lentus in umbra.” Verso inmortal por sí mismo y por la repetición mental de todo estudiante de latín.
Tú, Titiro, tendido a la sombra, le dice Melibeo, quien marcha al exilio, mientras el pastor Titiro permanece en la felicidad que da el hogar, la sombra del árbol conocido, la tierra a la que pertenecemos. Eso y no otra cosa es el “lentus in umbra” virgiliano.
Cada vez que arriba una patera a mis costas, me repito el verso.
Por eso, cuando pruebo el vino dulce de Málaga, me siento Títiro. Si encarta me pongo a la sombra y medito en el devenir humano, en la indomable rueda del destino que hace de un rey hoy, mañana un mendigo. Esa misma rueda que en el siglo XIX envió a las vides malacitanas una enfermedad, la filoxera, que estuvo a un silbido de dejarnos sin pasas ni vino dulce.