martes, 30 de junio de 2020

EL SHOW DE TORQUEMADA


Un viejo aforismo, creo que andaluz, se asombra de que hay quien micciona en lata y no suena y hay quien lo hace en lana y suena. O lo que es lo mismo, todos los pájaros comen trigo y el que paga es el gorrión.

Esto viene a colación de que leyendo un volumen de la Historia de la Iglesia en España, que publicó la BAC, donde tan brillantes historiadores intervinieron, resulta que toda la mala fama de inquisidor ¿hace falta añadir un epíteto? se la lleva en la cultura popular Tomás de Torquemada, primer inquisidor general durante los Reyes Católicos; pero considero que igual o peor que este fue el inquisidor de Sevilla, Juan González de Manébrega, allá por 1500 y picos. Se montó en Sevilla, el reflexivo no está colocado al alimón, un show vergonzante, en un auto de fe gigantesco donde numerosas criaturas fueron a parar bien a la hoguera, bien a la cárcel perpetua, azotes, sambenito o a otro de los castigos por delitos contra la fe. Luego este repulsivo personaje se paseaba por el Guadalquivir en una barca adornada con sedas y seguido por una corte de criados y poetastros. Estos dos pájaros está claro que no mearon en lana, pero sólo uno de ellos,- el otro goza del olvido o del casi olvido-, suena.

No creo en el Infierno, pero no estaría nada mal que estos individuos penasen allí, entre suplicios acordes a su delito, eternamente su culpa. No recuerdo quien afirmaba que el mayor triunfo del Diablo es que ya nadie cree en su existencia. Entre ellos yo. Aunque nunca se sabe, porque el Diablo tiene fama de ser un tipo listo y hay que reconocer que la jugada sería todo un golpe maestro de estrategia. Desde luego los inquisidores fueron sus muy fieles servidores, exista o no este ente maligno y metafísico.

La palabra inquisición, que tiene su origen en la latina “inquerire”, es decir, investigar, parece que sólo ha quedado para registrar unos hechos que sucedieron en un pasado hoy lejano. Además, como el monopolio inquisitorial se le adjudica a la Iglesia. el asunto queda zanjado. Pero junto a esta palabra podríamos asociar otras, - como en esos juegos de cartas que pueden formar grupos -, así a “Inquisición” podemos asociar “Tabú”, “Herejía” y “censura”.

El asunto parece terreno exclusivo de historiadores, pero la brecha se vuelve a abrir cuando se vive en un estado perenne de alarma espiritual, íntima, un miedo a no decir lo que se debe decir, aunque sea lo lógico, aunque sea la verdad, sino lo políticamente correcto. En mis años de adolescencia escuché a alguien en televisión afirmar que durante el periodo franquista existían dos tipos de censura: “la estatal, que era dura, y la íntima, que era la más dura”. Actualmente hemos caído en la censura de lo políticamente correcto, de las plataformas solidarias y las reivindicativas. Una autentica apuesta por volver a estados totalitarios donde se nos diga no solo qué podemos decir, sino qué podemos pensar.

Nuestras brillantes democracias con su uso excesivo del buenismo, de escuchar a todo tonto o tonta, que en esto ni en lo demás quiero hacer separación de sexos, ha creado una nueva inquisición, tan poderosa que Torquemada y Manébrega palidecerían de envidia. 

 Ya lo advertía Ortega y Gasset, en El Espectador, allá por los años treinta, las democracias tienden a nivelar el rasero por lo bajo en lugar de hacerlo por la excelencia. A este respecto traía a colación esta anécdota que sucedió durante la Revolución francesa: una carbonera le gritó a una dama que iba en carroza: “¡Cuando vengan los míos, tú también recogerás carbón!” Craso error, advierte Ortega, debió decir: “¡Cuando lleguen los míos yo también iré en carroza!”

Tontos ha habido siempre y seguirán existiendo. Jesucristo dijo aquello de que “siempre tendréis pobres entre vosotros”, y entiendo que por un rasgo piadoso no añadió “y de tontos estaréis saturados”. El problema es que la estulticia ¡qué me gusta esta palabra! no tenía su púlpito desde el que hacer proselitismo. Era escuchada, sí, pero por su misma calidad de tontería sólo era tenida en cuenta por los tontos. Como ese primo humanista que es el único personaje de toda la novela que cree que Don Quijote es real.

Internet ha facilitado ese púlpito desde el cual todo practicante de la estupidez puede dar rienda suelta a su vocación expansionista. Se hace caso a toda estupidez que se propone enmascarada bajo el deshonrado manto de la igualdad, los derechos humanos o cualquiera de las otras ideas que hacen a la humanidad digna de llamarse humana. Y desde Twitter, Facebook u otra red social se carga sin vacilación sobre aquellos hombres que se ríen de las tonterías que proponen los idiotas.

Pongamos algunos ejemplos, ahora resulta que a un hombre negro, un color precioso, no se le puede decir que es de color negro. Particularmente, yo, que soy tostadito del sur de Andalucía, si fuera negro me parecería ofensivo que alguien me llamase hombre de color, como han impuesto los descerebrados. Soy un hombre o una mujer y mi color no tiene que ser cambiado por otro termino que es indeciso, casi indecoroso.

 En el idioma, pues el idiota no deja campo sin tocar, cuando hay un grupo de hombres y mujeres, emplear el término “nosotros” es contrario a la igualdad ¿saben que existe una cosa llamada “neutro”? como si al hablar de “las personas” los varones de esa reunión, se levantaran indignados por el uso de un femenino estando ellos presentes.

En lo político, los gobiernos tienen que estar conformado en igualdad de sexos y no por las personas más aptas para cada cargo. Según las nuevas normas regañar a un niño porque se ha portado mal, no es enseñarle que hay que comportarse como es debido, sino coartarle su libertada. Y así un largo etcétera de tonterías que estamos viviendo y que cada día amenazan con colgarnos sambenitos si no respetamos las normas de lo políticamente correcto que desde las redes sociales dictan los idiotas.

Una nueva inquisición se está tragando a la humanidad. Una inquisición no regida por feroces partidarios de una religión, sino por descerebrados sin cultura, que disparan contra cualquier cosa cuya defensa está de moda. Esa es la realidad, cruel realidad; no asistimos a una defensa por creencias, sino a una destrucción de elementos por seguir una moda que dice “disparen contra todo lo que les parezca que atenta a este hecho. Disparen y luego pregunten”. Consigna que se llevaba en tiempos de la guerra civil española.

Ayudados por los canta mañanas de algunas plataformas, los gobiernos están creando una red policial del pensamiento, como hubiese afirmado George Orwell, una castración de las ideas desde una visión paternalista donde se le indica al pueblo qué es lo bueno y qué es lo malo. Pero el problema es que yo ya soy mayorcito y si me equivoco prefiero hacerlo yo solito a que me equivoquen los demás.

Jamás he considerado a ninguna persona inferior por cuestión de sexo, color de piel o religión, y he procurado ir por la vida sin ofender a nadie. Creo que la mayoría pensamos así. Existe una minoría a la que nadie va a convencer de lo contrario. Esa minoría de intransigentes, de estúpidos que piensan que son superiores a los demás por cualquier cosa, porque en definitiva lo que les interesa es sentirse superiores. No siento lástima por ellos ni podrán jamás ser mis amigos.

Pero tampoco lo son aquellos que están cogiendo a la humanidad por el cuello en aras de la libertad, la igualdad, la fraternidad, montando un nuevo tribunal inquisitorial, donde solo valgan las expresiones que ellos consideren expresables, donde las ideas deban tener el formato que ellos deseen que tengan, y, sobre todo, donde la cretinez sea la vara que medirá el comportamiento social. Imagino a más de un miembro del Ku- Klux- Kan, aplaudiendo con lágrimas en los ojos.

Como dijo Groucho Marx, alguien que hoy sería vilipendiado por casi todos sus comentarios, “paren el mundo que yo me bajo”.


jueves, 4 de junio de 2020

LOS CUATRO DE LA SUERTE O ME GUSTA VERTE FELIZ

 


Decía Oscar Wilde que lo único que consuela al hombre por las tonterías que hace es el aplauso que él mismo se otorga por hacerlas. Siempre he considerado un poco vergonzoso el aplauso que se otorgan algunos individuos a sí mismos. Especialmente cuando el acto aplaudido puede ser una sinfonía del horror o del engaño.

Pero no voy a negar que yo soy también de los que de vez en cuando me doy unas palmaditas en la espalda, quizás en compensación con los crochet que a veces me atizo. Hay momentos en los que me siento orgulloso de mí mismo. Esos momentos no suceden cuando he realizado algo en beneficio propio, sino en el ajeno. 

No soy un santo ni un filántropo, pero sí soy sincero en la medida de lo posible; porque tampoco soy el único que tras haber recogido el bastón que se le ha caído al anciano, se siente un poco más feliz. Recuerdo un fandango que cantaba Antonio “El sevillano”, para mi gusto el mejor cantaor de fandangos, que decía: “Diez céntimos le di a un pobre/ y me bendijo mi madre/ ¡Qué limosna tan chiquita/ para recompensa tan grande!”. Millones de personas en el mundo experimentan el placer de ayudar a los demás, un placer mucho más intenso que el del avaro de Moliere.

Considero que ayudar a los demás es tan beneficioso que se podría considerar una suerte de egoísmo por la cantidad de endorfinas que desata. Parece que las cuatro sustancias a las que debemos el estado de felicidad son la endorfina, dopamina, oxitocina y serotonina. La antítesis de los jinetes del Apocalipsis, quienes, por cierto, también eran cuatro. Pero como esos son unos antipáticos hoy no vamos a dar sus nombres.

Como cuatro eran los tres mosqueteros, Athos, Porthos, Aramis y D´artagnan. Las agrupaciones bajo el número cuatro gozan de un privilegio especial. Sin tener el elitismo del número tres, la intimidad del dos o el aburrimiento del uno, no participa tampoco de esa tendencia al bullicio que comienza a partir del número cinco y se dispara desde que se reúnen seis o más personas.


Tiene el número cuatro la capacidad de parecer el número perfecto para cierto tipo de asociaciones. Cuatro nombres son fáciles de recordar. Así no es de extrañar que durante la presentación de los Beatles en un programa de televisión, allá por los orígenes de una carrera que cambiaría la música y la sociedad, el presentador grita: ¡John! ¡Paul! y ya apenas se le escuchó el resto a causa de los gritos de los fans, George y Ringo. En este punto les recuerdo que ustedes se saben de memoria el nombre de los mosqueteros nombrados más arriba.

Cuatro son los lados del cuadrado, el elemento perfecto para algunos místicos y el más asentado de todas las figuras geométricas. Cuatro los lados de un ring de boxeo, aunque curiosamente se llaman “ring”, anillo. Como cuatro eran también las esquinitas que tenía mi cama y cuatro angelitos me la guardaban, que me cantaba/ recitaba mi madre de pequeño y yo dormía a pierna suelta pensando que tenía cuatro ángeles velando por mi seguridad ¿A dónde habrán ido aquellos ángeles? ¿Existieron alguna vez? ¿Siguen a mi lado los cuatro? Yo los veía pequeñitos, en actitud orante, pero terribles en fuerza y sabiduría.


En nuestra cultura el número cuatro es representado por un símbolo que parece una silla invertida; pero los antiguos romanos debían representarlo como “IV”, y había un problema con esto, esas dos letras romanas eran precisamente el comienzo de “Ivpiter”, nombre del Señor del Universo grecolatino, así que para evitar problemas con el Todopoderoso los romanos ponían cuatro palitos seguidos “IIII”, cosa que con cualquier otra cifra estaría prohibida. Recuerden que ningún número romano podía repetirse más de tres veces consecutivamente.

Y siempre se ha dicho que para solucionar un imposible la cuestión se reducía a “cuadrar el círculo”. Me llama poderosamente la atención que con la importancia que ha tenido el número tres en nuestra simbología mística, el círculo se cuadre convirtiéndose en un cuadrado. Ignoro de donde viene esta reminiscencia del cuadrado como elemento subsanador de lo irrealizable.


¡Y ahora pienso que a ver si resulta que cuando se realiza una buena acción o se ayuda a otro sin pedir nada a cambio, el Universo te recompensa con cuatro veces el valor de lo realizado! Y llegan esos cuatro angelitos que guardaban mi cama y me muestran la sonrisa de mi madre. Si eso fuera posible, diría como los cuatro de Liverpool, “Leti t be”.