miércoles, 2 de septiembre de 2020

SUAVE ATARDECER EN OTOÑO

 



    En Málaga, esta ciudad que, sin chauvinismo barato, cada día está más hermosa, tenemos un proverbio local que afirma: “En cuanto pasa la Feria (se celebra en agosto) se ha acabado el verano”. Y así se siente ya en el aire, en las plantas y en el respirar. La canícula está pasada, y la cigarra comienza a afinar su instrumento, mientras la laboriosa hormiga, entre hoja y hoja que lleva al hormiguero, rebusca en su memoria dónde guardó la ropa de entretiempo.

En Málaga no existe ropa de invierno ¿Para qué? No tenemos solsticios. Aquí pasamos en unos días de esa suerte de primavera intensa que nosotros llamamos verano a ese otoño que se extiende lánguidamente hasta marzo. De la camisa de manga corta a ¡Caramba! ¡Ha venido de repente el frío! ¡Mire usted, que ayer estaba en camisa y hoy llevo el abrigo!

Y así todos los años. Como si para nosotros, esto de pasar del calor al frío en dos días fuese un asunto nuevo. Málaga vive en un continuo juego de equinoccios. Desconocemos la rigurosidad invernal y del verano absoluto sólo tenemos noticias en contadas ocasiones. Para nosotros los malagueños esos cuentos donde el espíritu del invierno golpea con sus zapatos hechos de granizo los tejados de los edificios suenan a magia.

Pero he aquí que ya ha pasado la Feria. La misma que este año no ha tenido lugar debido a esa enfermedad que además de terrible es muy antipática. Hasta hace unos meses las enfermedades dejaban sin vida al paciente, se limitaban a eso; esta desagradable enfermedad quita a su víctima los parientes y amigos. Es decir, se lo quita todo. Pero sobre esto han escrito plumas, que se decía antes, más pongámonos al día, teclados muchos más inteligentes y notables que el mío.

Pero ya está llegando el otoño. 


Los colores comienzan a virar hacia una pátina enigmática dominada por un gris que no es mediocre sino una luz que brilla de otra forma. Las calles comienzan a poblarse de niños que llevan en sus maletas conocimientos que permanecerán en sus cerebros todas sus vidas y muchos de ellos jamás serán utilizados, los conocimientos; bueno… en muchos casos tampoco los cerebros.

Las tardes empiezan a salpimentarse con un aroma decadente. 


    Hasta los mismos árboles pierden sus hojas, pero con ellas se crea una alfombra de abandono sobre el suelo. Es ese abandono que tiene el art déco, el mismo que poseía Oscar Wilde o los grabados de Aubrey Beardsley, y toda la obra del Alma Mater. 


    Hay un cierto dejar que las cosas naveguen por sí solas, un no intervenir como actor en nuestra propia vida, sino más bien como un espectador interesado en el drama o comedia, no se sabe a ciencia cierta qué es, que se está representando. El otoño no posee ese spleen de París que afirmaba Baudelaire, no es un hastío, es un abandono elegante, yo diría que con un toque aristocrático. En otoño es cuando deben comenzar las grandes pasiones, pero no debe cometerse el perjurio de que tengan su culminación en esta época del año.



No debe tener una lluvia intensa, debe ser una llovizna fina, de esas que ensucian los cristales justo después que se han acabado de limpiar.



El hombre que ha hecho toda medida a su semejanza dispone las estaciones como el tránsito vivido desde el comienzo de la primavera hasta el fin del invierno, es decir desde que es un retoño hasta que la vejez acaba con su vida. Primavera, verano, otoño e invierno, son sinónimos de estaciones vitales de la existencia del ser humano. Juventud, madurez, vejez ¡Un momento! ¡Falta una estación! Efectivamente, falta el otoño. Porque esa estación o parte de la vida se define de la misma forma en las dos cuestiones. Tras la madurez, representada por el verano, llega el otoño, llega la sabiduría, representada por el propio otoño.

Ya no se tiene la soberbia de la juventud, tampoco los desasosiegos respecto al futuro, de la madurez; las hojas han caído del árbol que somos, las hojas ya no preocupan a las ramas que forman parte de nuestro ser, ya se ha dejado la prisa hasta por ser, aún no está la angustia de seguir siendo que vendrá con la vejez, hay una laxitud que impone la sabiduría de quien se ha desprendido del lastre de la vida y solo desea que le lleve al azar algún viento caprichoso. 


Y sin descartar que ese viento lo lleve hasta la gruta oscura de un monstruo bicéfalo, pero eso será una nueva aventura a donde le ha llevado el azar, no sus propios pasos.

Porque andar, lo que se dice andar, se realiza cuando se tiene un camino que lleva hacia una meta, un objetivo que marca el final del viaje. La mujer o el hombre otoñal ya no anda, viaja; viaja sin cuaderno de bitácora ni brújula que le comprometa. Viaja con una sonrisa placentera en los labios que ha formado el placer del propio viaje y el placer de sonreír. Viaja como un fardo más, como un elemento más de la cubierta del barco.

Heráclito afirmó que nadie podía bañarse dos veces en el mismo rio. Toda vida es irrepetible. La del lector que ahora lee esto, y la mía que escribo este artículo sin saber a ciencia cierta si les miento o estoy convencido de lo que he escrito. Por eso es tan importante vivir la vida. Para mi tengo, pero esto es una suposición íntima, que no existe otra oportunidad, a pesar de las promesas de las religiones y de visionarios del más allá. Aunque, como dijo Pascal, "yo apuesto por Dios, porque si no existe no pasa nada y si existe, gano la partida". En primer lugar apuesto por vivir como si no hubiese nada más que esta existencia, y esto no debe contradecir la frase de Pascal. 

También,  estoy convencido de algo, la mujer o el hombre que en el momento del otoño de su vida aún no ha aprendido a ser feliz, ha perdido las dos estaciones anteriores y es una testarudez sin sentido vivir el invierno.




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