Quizás
se supo alguna vez, pero ya no lo recordamos, -es lo más parecido a no lo sé-,
en qué momento de la Historia el hombre comenzó a pensar que no era solo un
cuerpo, sino que su entidad estaba compuesta de una doble toga, de dos entes muy
parecidos, pero no iguales. Algunos sapiens sapiens consideran que somos un dúo
compuesto de un cuerpo físico y también de algo que no se puede ver, pero que
condiciona la visión de las cosas, el alma. Y esta queda, como el amor, el
odio, la cobardía, el valor, etc. en otra forma de existencia en el Universo.
Para
que esta parte invisible sea llamada metafísica habrá que esperar a que se
ordenen los libros de Aristóteles y que alguien no sepa como llamar a esas
obras del estagirita que tratan sobre cosas intangibles. Finalmente, como estas
obras estaban después de los libros de la Física, se optará por llamarlos Metafísica,
o lo que es lo mismo Más allá de la Física. Parecido a lo que le
sucedió al río de mi ciudad, Málaga la bella, y que fue que los árabes, hartos
aquí y acullá de poner nombres preciosos a los elementos, le pusieron Guadalmedina,
que transcrito al español es Río de la ciudad. Ni estos ni aquel se
rompieron la cabeza en demasía.
Si
el alma existe lo ignoro, aunque para mí tengo que sí. Otra cosa es su
inmortalidad. Eso se lo dejo para el Más allá, en el caso hipotético de que
exista. Pero que hay una sustancia que conforma la personalidad de cada
individuo, y que esa sustancia o no elemento registrable no se encuentra
plenamente en un hecho físico como es el cerebro, estoy convencido. Descartes
situó el alma en la glándula pineal. Vaya usted a saber por qué.
Como
todo “algo” que existe, el alma tiene un proceso de nacimiento, un camino hacia
la entelequia, es decir la plenitud de la forma, un desgaste y finalmente, una
muerte. Cuando estuve delante de “Los niños de la concha” de Murillo, percibí
algo que no estaba en ninguna reproducción por muy lograda que esta fuera.
Había una energía que salía del cuadro, no medible con los sentidos físicos,
pero que sí conecta con los metafísicos. Es por eso que no tenemos palabras
para expresar ciertas emociones. Las palabras son hechos físicos, están en otro
orden distinto de existencia al de las emociones. Solo la música es capaz de
hablar en el lenguaje emotivo y explicarlo.
Y
me pregunto si el hombre descubrió la existencia de su alma al mismo tiempo que
descubría la existencia de la música. Es posible que a la sucesión ordenada de
golpes sobreviviera un temblor inusitado en el homínido, un crujir en su
pensamiento que anunció el advenimiento de una realidad nueva hasta entonces
tan desconocida como la temperación de los golpes que estaba dando sobre un
objeto. A son del ritmo primigenio, llamada por los golpes, como muchísimos
siglos después Beethoven llamó al destino con las primeras notas que dan
comienzo a su quinta sinfonía, el alma se mostró al homínido. Una faceta
inexplorada iniciaba su curso.
El
alma, como la inteligencia, necesita ser alimentada y educada, dos conceptos si
no opuestos, sí diferenciados. Estoy seguro de que hay hombres cuyas almas
están enfermas, como en los hospitales están enfermos los cuerpos, pero no hay
hospitales para el ánima. La solución viene a veces de forma inesperada,
brusca, como un disparo, y el ente deja de existir. No es un suicidio, es la
muerte natural de un alma enferma. En la actualidad el alma no interesa. De
hecho, la idea es que no existe el alma, la tendencia, cada vez a velocidad más
vertiginosa, es que solo el cuerpo, lo que labora, produce dividendos y cotiza
en Hacienda, existe. Lo otro es cosa de religiosos o de románticos
trasnochados. Y mientras tanto se carga la bala en la recámara.
El
nivel de suicidios ha aumentado tanto que da miedo y nadie quiere hablar de este
problema por miedo a reconocer que nos estamos equivocando a la hora de colocar
el foco en lo importante. El alma tiene que ser educada, debe ser llevada a
niveles superiores, igual que en los estudios deseamos que los alumnos consigan
cada vez superar más cursos. El alma no es un ente abstracto que enmudece en un
lugar abandonado del desván. Al contrario, nada más presente en el hombre que
el alma. Esa cosa tan temida y deseada, esa cosa tan admirable y tenebrosa, el
alma, empuja a cada momento hacia acciones, porque la acción es una muestra de
vida. Solo los muertos no reaccionan a estímulos.
El
alma debe ser estimulada hacia cotas más altas, hacia espacios inexplorados,
debe ser invitada a salir a la calle y señorear el Universo. Tiene que
descubrir que el único problema y la única misión que tiene el hombre es el
trabajo sobre sí mismo. Tiene que descubrir qué es la felicidad y la
infelicidad propia. Tiene que descubrir las dos caras de la moneda que es todo
ser humano y que, por lo tanto, es él mismo. Y esas dos caras están contenidas
en lo que llamo alma, igual que en el cuerpo están las vísceras.
¿Quién
se dejaría morir de inanición? Y se deja morir el alma por falta de alimento.
La verdad última de cada individuo se deja morir plácidamente, de igual forma
que se seda a los enfermos terminales. En este caso lo entiendo, en aquel me
causa asombro. Y, a veces, es peor aún, pues el alimento es putrefacción,
carroña. Buena parte de las mal llamadas redes sociales son inmensos
restaurantes de comida anímica en mal estado. Comida para buitres e hienas.
Somos lo que comemos. Así que no es de extrañar que veamos un mundo donde los
carroñeros señorean las calles. Siempre los ha habido. Esto no es nuevo. Nihil
novum sub sole, que dice el Eclesiastés bíblico, nada hay nuevo bajo el sol.
Aunque ahora la comida emponzoñada llega directamente a la mesa.
El
filósofo Byung-Chul Han ha comentado en un libro reciente titulado “No cosas” (2021)
la importancia de lo táctil, de lo cercano pero real, como si el alma
necesitara de su opositor, de lo que está más acá de la Física. Chul Han
plantea que la pérdida de cosas materiales está noqueando nuestros sentidos, que
delante de las cosas se coloca la información de la cosa en sí y se la elimina.
Y esto es muy malo. Me gusta emplear ese término: malo. Como diría un niño a la
hora de definir algo nocivo o de definir al Diablo.
La
función del alma es la de señalar y desbrozar el camino para si misma, para su
plena realización. Pero nada se hace sin trabajo y nada se consigue en su
plenitud. Recuerden aquel viejo adagio que afirma “Ten cuidado con lo que pides
porque los dioses te lo pueden conceder”. Dos cosas para enseñar al alma: qué
pedir y que no siempre, aunque se desee con todo fervor, se consigue aquello
que se deseó con todo esfuerzo.
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