viernes, 17 de abril de 2020

LAS PEQUEÑAS COSAS


El otro día fue mi cumpleaños. Me van a permitir que no diga cuantos, como Cervantes no quiso decir donde vivía Alonso Quijano o Bach dejó ese “buscando encontraréis” bíblico para los instrumentos en su “Arte de la fuga”. A ciertas edades es mejor guardar un discreto silencio y apagar las velas cuanto antes.
Entre otros regalos, Mili me envió un vídeo donde recitaba los cuatro primeros versos de “El Golem” de Borges. Ha sido este un regalo de una belleza de melocotoneros, de jazmines en flor, de conversación divertida con un mulato, cuánto te quiero, muchacho, bajo un bananero. Mis amigos saben de la devoción que tengo por la obra de Borges. Yo le considero el gran señor del relato corto y del microensayo. Aunque también suelo decir que la poesía de Borges, sólo es poesía cuando la recita Mili.
Me apresuré a llamar a mi agente de seguros para hacer una ampliación de mi póliza de hogar, agregando entre los bienes domésticos el vídeo de mi amiga. El agente me dijo que esto supondría un aumento significativo del coste anual de la póliza, pues el objeto declarado era demasiado valioso.
Y esto me lleva a pensar que existen dos tipos de valores, uno mensurable y que cotiza en bolsa, otro, inasible al destino y la moda, que no tiene medida y su valor se estima en la capacidad para conmovernos. Y este último valor habla directamente a nuestro ser más profundo y obtiene siempre una respuesta de nuestra parte, lo queramos o no.
En ocasiones el corazón salta ansioso por seguir la conversación; otras veces, se retira meditabundo a un lado oscuro desde el cual balbucea de forma tímida, aunque desea guardar silencio. Yo, mi yo que apenas percibo, soy esa conversación con ese recuerdo de una emoción. En ocasiones, a mi pesar o para mi placer. A veces es una vieja cuestión no zanjada.
  El poeta romano Catulo (Siglo I a. C.), en su decimonovena crisis amorosa con Lesbia, se queja doloroso de que desea olvidar a su infiel amada. Se queja, y esto es lo curioso, no de que le resulte imposible relegar a su amada a los desolados campos del olvido, sino de que puede conseguir olvidarla. Evidentemente, con semejante cuadro patológico, sabemos que el enfermo no va a sanar porque no quiere curarse. Catulo quizás deseaba perder el recuerdo, pero se negaba a perder con ello la experiencia emocional que traía consigo.
 Siempre me he preguntado a dónde habrán ido a parar aquellos sentimientos contradictorios de Catulo ¿Dónde estará el devastador dolor de Hécuba al ver su reino, Troya, destruido y sus hijos muertos por manos aqueas? ¿Cómo se decide el orden jerárquico en que siento, guardo y. quizás algún día, recuerdo mis emociones?


Es curioso que cuando veo la foto donde, celebrando el final de la II Guerra Mundial, un marinero y una chica se besan en mitad de una calle repleta de vítores, evoco de forma natural la emoción del momento, como un eco lejano que llegase hasta mí burlando las reglas del tiempo y sus fronteras. Igual que dicen los científicos que aún resuena el eco del Big Bang en todo el Universo.


Ignoro cuál es la cualidad que garantiza la persistencia de un hecho en el tiempo y su carga emotiva asociada. Hace un momento he mencionado la guerra de Troya, cuya memoria conmueve generación tras generación a la especie humana, como si todos hubiésemos tenido un abuelo que estuvo en Troya, mientras que la mayoría de las guerras del pasado sólo son páginas de la historia.
Es evidente que en algunos hechos hay una cualidad que les hace pervivir, incluso por encima de sus propias expectativas. Todos andamos por la vida con una mochila cargada de recuerdos en primer término. Entre ellos hay recuerdos fútiles, sin contenido, con menos profundidad que la cáscara de una nuez, pero siguen ahí. Mientras a nuestro pesar olvidamos momentos importantes, esos recuerdos vanos con sus sensaciones asociadas, persisten.
Poseen algo, pero ignoramos qué es. Porque la persistencia emocional del recuerdo es algo poco estudiado y es uno de los tesoros de nuestra especie. El estudio de los recuerdos emocionales y su proceso de selección sigue esperando turno en el cajón de las cosas importantes.
Y ahora, disculpen, tengo que dejarles porque estoy recordando una tarde con mi hija, sentados bajo una palmera y contemplábamos el mar…

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