Ir a visitar museos y exposiciones es una sana costumbre que deberíamos los padres procurar crear el hábito en nuestros hijos. Yo lo he intentado. Ahí están mis hijos que pueden dar fe de que papá siempre les preguntó si querían acompañarle a una exposición. A veces incluyendo un pequeño soborno, aunque soy contrario a semejante práctica; como la visita a la exposición de Sorolla que tuvo su compensación en forma de almuerzo en una cadena americana de hamburguesas.
Estimo que
las exposiciones de arte son una sana terapia mental. Y esto, evidentemente,
exige una explicación por mi parte, explicación que no sé si estoy cualificado
para dar, porque hay cosas que se saben sólo intuitivamente, como afirmaba San
Agustín, sobre el tiempo: “¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntas, lo sé. Si
me lo preguntas, no lo sé”. Sólo por frases como estas, hay que leer a San
Agustín, uno de los mejores escritores de los tiempos antiguos, medios y contemporáneos;
aunque la modernidad repudie cualquier lectura que lleve el “San” delante. Estos,
que no aquellos, se lo pierden.
Desde mi adolescencia he sido aficionado a visitar exposiciones, pues la visión de otras formas de ver el Universo, -todo hombre está condenado a ver el Universo a través de sus propios ojos, que decía Ortega-, es una sana costumbre, y me proporciona una perspectiva que por mí mismo no podría obtener. Hace décadas visité una exposición de arte originario de Zimbabue. Aluciné en colores y me traje dos estatuillas de ébano negro como regalo filial para mi padre, pues se acercaba su cumpleaños.
Aquellas estatuillas cuyas imágenes pueden ver en la foto, fueron rápidamente colocadas en el salón de la casa, junto al televisor o en un mueble. Desde entonces presidian el salón con su presencia, como unos pequeños, apenas 15 centímetros de altura, ídolos protectores del hogar.
Eso y no otra cosa eran los lares romanos. Existía la creencia y costumbre de que cada familia tenía unos dioses protectores personales. Las figuras de estos pequeños seres, que no pasarían de diminutos duendecillos y con escasos poderes, ocupaban en las viviendas romanas el lugar que actualmente ocupa el televisor, el centro del salón.
Es posible
que los dioses lares tengan su origen en el culto a los antepasados, a los
cuales se les consideraba también protectores de la gens, es decir de la familia,
pero en un sentido mucho más amplio, abuelos, primos, sobrinos, y no sé si
incluir a algún cara que viviese de gorrón a costa de un miembro de la familia.
Los romanos tenían también la costumbre de poner los bustos de sus antepasados
en la casa, exactamente igual a como luego se pusieron enmarcadas las fotos de
los abuelos y de los padres, ya fallecidos.
Particularmente,
nunca me ha gustado esta costumbre necrofílica. No soy de panteones domésticos.
Pero el romano antiguo sí lo era. Y como el romano antiguo lo era, Europa lo
fue durante muchos siglos, justito hasta mediados del siglo XX, en que algunos
descreídos como yo, pensamos que mejor guardar los recuerdos en el corazón que
tenerlos exhibirlos en esas fotos en blanco y negro. Y se quitó a otro de los
elementos protectores de la casa.
Si recuerdan la película Mulán, de la Disney, en dicha película vemos a los familiares ya fallecidos, actuar como agentes protectores e incluso veladores del buen nombre de la familia.
Finalmente, la figura de los dioses lares, de donde viene la palabra latina Lar, para designar el espacio doméstico, fueron expulsados del salón. Cada uno buscó donde situarse en la casa.
El cristianismo sustituyó a estos lares por sus santos e
imágenes de Cristo y Vírgenes. El Sagrado Corazón o una Virgen protectora, se
colocaba en lugares visibles del salón. Algo desplazados del centro y del lugar
a donde se dirigían las miradas, pero aún estaban allí. Con el tiempo, también los
hombres los desplazaron de sus corazones y del salón pasaron en algunos casos
al dormitorio, en otros al cuarto de los niños, para ejercer otra vez la misión
protectora. En otras, desaparecieron.
Esos ruidos
que a veces se escuchan por la noche y que suponemos producidos por los muebles, por las paredes, en algunos casos incluso debidos a fantasmas, pienso ¿serán los dioses
Lares que asoman de sus escondites y luego se dan una vuelta por la vivienda para
vigilar que todo está en orden para la familia?
Está claro
que el lugar preeminente del mundo doméstico es el salón. Allí se suele comer y
discutir las decisiones familiares de cierta importancia. Nadie discute con su
hija en el cuarto de baño o en el trastero si le compra o no la moto. Es en el
salón donde esto se discute y se toma las decisiones más convenientes para el
bienestar de la familia, bajo la mirada y el consejo del dios protector o Lar.
¡Ay, no!
¡Perdone! En ese lugar está el televisor.
Eso me temo, que la televisión ha ocupado ahora el lugar sagrado.
ResponderEliminarUn gran honor para mí humilde blog, recibir tu visita, Pedro. La acequia, tu blog, es un ejemplo de calidad a seguir
EliminarAsí es y la televisión no responde a criterios divinos, sino a otros mucho más prosaicos, me temo.
ResponderEliminarAfirmar, Unknown, que la televisión es una manipuladora nata, puede ser un tópico, pero ¿Por eso deja de ser cierto?
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