jueves, 28 de mayo de 2020

EL PESO DE LA NADA




Todos tenemos a alguien a quien debemos o debiéramos haber pedido perdón. Y todos tenemos a alguien que nos debe una disculpa. Como dice el Padrenuestro, el más sencillo y completo compendio de metafísica que el hombre pronuncia, “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a nuestros ofensores”. Cuando yo era pequeño, de eso hace ya tanto que casi no me acuerdo, se decía: “perdona nuestras deudas”. Esto permitió a Benedetti, en su recreación sudamericana del Padrenuestro, decir, “y pues nos quedan pocas esperanzas, / perdona, si puedes, nuestras deudas/ pero no nos perdones nunca la esperanza”.

La disculpa a destiempo deja un mal sabor de boca, pero la que nunca llega a darse produce una úlcera en el alma. Siempre he entendido que se necesita mucho más valor para pedir disculpas que para el insulto; sin embargo, este último goza de mayor popularidad. Fuimos y somos educados para la violencia, lo que se llamaba, casi como un laudo, “la parte viril”, y no para la cortesía y la sensibilidad, esa “parte femenina”. Como esta estulticia se ha mantenido por los siglos de los siglos, el hombre, esa cosa pensante, piensa como una cosa y no como un hombre.

Nosotros, o algunos de nosotros, que no poseemos esa suerte de avaricia que desea que toda la vida sea hechura, en forma y semejanza de nuestros anhelos, quizás hemos sido malos estudiantes en la cuestión social, no hemos sacado buenas notas en la asignatura de “Sobrevivir en la ciudad.” No “sobrevivir en la jungla” porque esta tiene sus leyes naturales, también crueles, no nos engañemos, y con sus trampas físicas. Pero que nada tiene que ver a la mecánica de sobrevivir en las ciudades, en los hábitats del hombre.

Cuando un individuo antepone sus intereses a los de los demás, está dando una amplia prueba de su avance cultural, ha comprendido perfectamente las enseñanzas que se le ha brindado desde un púlpito donde en no pocas ocasiones se bendice la obtención del éxito sobre la conducta. La tan cacareada frase de Maquiavelo “El fin justifica los medios”, no se refería precisamente a que todo objetivo final vale, sino, y fíjense qué curioso, se refiere Maquiavelo a que, en ocasiones, la supervivencia de un pueblo, de un colectivo, depende del empleo de cualquier medio a su alcance para conseguirlo.

El éxito en nuestros días, y me temo que también en los pasados, parece una necesidad imperiosa. No se concibe una vida sin un margen elevado de alcances de lo propuesto y obtención de cuantiosos beneficios. Muchos lo sacrifican todo por conseguir el ansiado aplauso social debido a sus logros. Lo sacrifican todo, incluso sus vidas.

Por supuesto este artículo no es una apología del fracaso, sino todo lo contrario, o quizás ni eso. La cuestión es que en este juego de venturas y desventuras que se llama vida, no se puede andar con medias tintas porque luego no hay segunda oportunidad, y que me perdonen los que creen en la metempsicosis, y tampoco, una vez que el jugador es expulsado del tablero, podrá acodarse en la mesa y seguir viendo el juego, y que me perdonen los que creen en un Más Allá.

El éxito puede tener casi la misma cara que el fracaso. Por eso, no debiéramos asombrarnos tanto cuando alguien es capaz de soportar un fracaso, pero las rodillas le tiemblan cuando obtiene el éxito. Los antiguos griegos afirmaban ¿qué no han afirmado los antiguos griegos? que los dioses para castigar a los hombres, a veces les concedían sus deseos. O lo que es casi la misma historia, pero en plan laica: “Ten cuidado con lo que deseas porque puedes llegar a conseguirlo”.


Porque la prudencia es un difícil arte cuando se trata de ejercitarla sobre sí mismo. Nuestros deseos en raras ocasiones se convierten en motivo de reflexión propia. Y se suele confundir la obtención de lo deseado con el triunfo. Craso error. Por cierto, un ejemplo, Craso, que en su tiempo era el hombre más rico de Roma, un día tuvo el craso error de montar un triunvirato con Julio César y Pompeyo. Quien pudo terminar sus días plácidamente murió luchando contra los persas. Seguimos ignorando qué se le había perdido a Craso entre los persas. Quizás el ansia de poder o de gloria. Quizás una pataleta de quien lo tiene todo y aún desea más.

Una victoria pequeña no es un fracaso, tampoco lo es perder lo que nos sobra, dejar en un banco del parque la maleta repleta de diamantes porque es demasiado pesada, abandonar aquello que en realidad nos importa menos que nada, morir tocando mientras el Titanic se hunde, solo está derrotado aquel que lucha por intereses espurios. El mayor caprichoso es el que jamás se permite un capricho. Así es la vida. Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, que llamaron a su divertida comedia, Miguel Mihura y Tono. En ocasiones lo más difícil es no ver el lado el lado surrealista de la vida, el complemento contrario a lo que sucede.



2 comentarios:

  1. Cuidadito con lo que se desea que a veces se cumple!!! Pues yo deseo seguir leyéndote, es un lujo y me hace muy feliz.

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  2. Muchas gracias. Procuraré estar a la altura

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