jueves, 16 de julio de 2020

JARIBU, LA CIGÜEÑA MUDA


      Pues sí, me he enterado esta semana, mire usted por donde, de la existencia de un pájaro que es mudo, como aparentaba serlo en el cine, Harpo Marx. Supongo que esta curiosa ave también estará exenta de ese pecado propio de estúpidos que es la envidia, porque de no ser así esta desafortunada cigüeña sería de plumaje amarillo que es, según la tradición, el color de ese mal que solo daña a quien lo padece y no hace bien a nadie. 

El pobre Jaribu está condenado a que los demás canten por él. Como me sucede a mí, no por mi mala cabeza, sino por mi mal oído musical.


El jaribu vive en Sudamérica y pertenece a la especie de las cigüeñas. Esas mismas que en otro tiempo anidaban en los campanarios de las iglesias cuando a nadie le molestaban las campanas, entre otras cosas porque marcaban las horas del día, avisaban del peligro, anunciaban las defunciones, los nacimientos, las bodas, etc. Las campanas eran como el noticiero municipal, pero en plan sonoro. Ahora están calladas. En mi barrio a un par de antipáticos debió molestarles una campana que sonaba los domingos a las 12 horas para llamar a los fieles a misa. Y como molestó a dos antipáticos, fastidiaron al resto que sí nos agradaba su sonido. Una pulsación no demasiada democrática.


En la Edad Media las campanas eran tan importantes que tenían sus propios nombres. Incluso hay por ahí canciones populares donde se establece un pequeño dialogo entre las campanas de pueblos colindantes. Eran conocidas por sus sonidos. Ninguna campana podía sonar igual que la del pueblo o la ciudad cercana, entre otras cosas porque esto podía llamar a confusión y tocando a arrebato darle un madrugón innecesario a los vecinos de otra población. Siempre me he sentido sobrecogido por el sonido de las campanas, incluso por su propia imagen que es la de una copa invertida.


A veces tenía la campana un uso inusitado como cuenta la leyenda de las campanas de Huesca, donde Ramiro II el monje, rey de Aragón, cortó las cabezas a doce nobles rebeldes y las utilizó de badajo para escarmiento del resto. Mientras las cabezas hacían sonar las campanas, Ramiro gritaba: ¡Sí suenan! ¡Sí suenan! Todo esto se había desencadenado porque algunos nobles, para cuestionar la autoridad de aquel abad metido a rey, se burlaron de las campanas que Ramiro había donado a una iglesia de Huesca, afirmando que no sonaban. Como puede verse, Ramiro no aceptaba bien las críticas.


Algunos siglos antes Almanzor había hecho transportar las campanas de Santiago de Compostela a hombros de esclavos cristianos para fundirlas y convertirlas en lámparas que iluminaran el interior de la mezquita de Córdoba. Siglos más tarde, cuando Al- Andalus cayó, esas mismas lámparas fueron devueltas a Santiago a hombros de esclavos musulmanes para ser convertidas otra vez en campanas. Esto es una imagen que simboliza magníficamente la importancia sentimental de la campana para el hombre medieval, quien es, no lo olvidemos, el abuelo de nuestra Europa contemporánea.


Supongo, porque suponer es gratuito, que la campana debió inventarse cuando alguien se dio cuenta de que golpeando el interior de un vaso campaniforme se producía un sonido. De aquí a poner el vaso al revés y buscar la forma de instalar un palito que colgando golpeara los lados de la campana debió haber un paso pequeño.  Como ya estoy suponiendo ¡qué más me da continuar! luego el hombre aprovechó la campanita e inventó el cencerro para colgárselo a los animales. Así sabía dónde estaba su animal y además producía un sonido armonioso, aunque no fuera una pieza de Bach, mientras araba o cualquier otra labor de estas que no son precisamente la quinta esencia de las variaciones.

Y un sacerdote avispado, de esos que se entretienen mirando el vuelo de los pájaros, pensó que el cencerro podía avisar a los fieles para acudir a misa, claro que no podía ser un cencerro común, sino que tendría que ser enorme, una campana, vamos. Y ya de paso, nuestro avispado sacerdote tenía un dos por uno, tenía su campana para llamar a los fieles y su campanario para observar las aves y las estrellas más de cerca. Quizás también para murmurar una oración a Niño Jesús en la Nochebuena.

El jaribu no puede hablar, pero el jaribu se las apaña golpeando cosas; así se comunica, como si fuera el badajo de una campana y toda la naturaleza su caja de resonancia. Aunque ahora pienso que es muy posible que yo esté equivocado y el jaribu no sienta envidia del canto ajeno, sino que le parece una costumbre horrible eso de vociferar y llenar el aire de sonido. Porque no siempre es agradable aquello que nos agrada ni desagradable lo que nos desagrada.


El jaribu se comunica como lo hacía el hombre primitivo y el indio norteamericano, a base de golpear un objeto produciendo una serie de sonidos rítmicos que no son palabras, pero sí imágenes de conocimiento de una situación. Aunque en este caso, el objeto golpeador sea su pico y no un palo o una piedra. No me figuro a esta enorme cigüeña llevando en su largo pico negro a un recién nacido. Más se asemeja a un pájaro funerario con su cuello y pico oscuros que a una portadora de felices noticias de natalidad. Pero no quiero dejarme influir por el aspecto, porque como usted y yo debiéramos saber, las apariencias engañan.

Por cierto, y ya que estamos suponiendo, esto de la baja natalidad que sufre Europa ¿No será porque ya no hay cigüeñas en los campanarios? ¡A ver si todo el problema de las tasas negativas de población que tenemos en el primer mundo se debe a que ya no suenan las campanas porque a dos antipáticos les molesta, y las cigüeñas no reconocen los sitios donde anidar como antaño lo hacían! Porque mudan están las campanas como mudos están los jaribus, y cabe preguntarse como hizo Hemingway ¿Por quién doblan las campanas, ahora que permanecen mudas?



No hay comentarios:

Publicar un comentario