Creo
que no hace mucho hice referencia a la frase escrita en el frontispicio del
templo de Delfos “Conócete a ti mismo”. Estarán de acuerdo conmigo que el
consejo es excelente. El comienzo de la
sabiduría tiene uno de sus puntos de partida en seguir esta propuesta. Y lo
comento para ustedes porque yo soy uno de esos que adoran la civilización
grecorromana y encuentra en ella un venero inagotable de conocimientos.
También
soy de esos que piensan que la sabiduría popular no tiene nada que envidiar a
la sabiduría formada en una mente tras arduos años de investigación o un
momento de sublime inspiración. Y viceversa. Ese amor a la sabiduría popular me
ha llevado a buscar esas frases que desde la antigüedad llegan hasta nuestros
días, aconsejándonos de continuo en base a la experiencia. Si 50.000.000 de fans
de Elvis, no pueden estar equivocados, no es menos cierto, que milenios de
transmisión de un consejo también tiene pinta de ser fiable.
Pero
la cosa, la cuestión es que el hombre no se fía ni de si mismo. El cristianismo
nos ha enseñado a confiar en un Dios justo y providencial, pero los antiguos
grecorromanos, ¡no digamos las civilizaciones del cercano oriente!, no las
tenían todas consigo respecto a sus múltiples dioses. Les suponían con todos los
defectos que poseen los humanos y además con una mayor capacidad de ejercerlos.
Estos dioses eran lascivos, embusteros, envidiosos, vengativos, caprichosos y
bastante volubles. Siempre sujetos al avatar del destino.
No es de extrañar, por tanto, que alguien que
se sentía dichoso procurara que los dioses no se enterasen de su completa
felicidad, no fuera que sintieran celos y le acarreasen alguna desgracia. Por
ello decía Esquilo en no recuerdo qué tragedia, Nadie se considere feliz
hasta que no vea el último de sus días. O esa escandalosa aseveración que lanza
Heródoto, como ustedes saben considerado el padre de la Historia, era
necesario que un mal le sucediese a Candaules, rey de Lidia, a quien los
dioses contemplarían demasiado feliz en su trono. De aquí al pesimismo de
Albert Camus, solo dista un paso y un montón de siglos.
En
esta época tan consumista como cualquier otra, pero con la diferencia de que
existe una capacidad de compra y de venta como jamás soñara el más soñador de
los mercaderes venecianos, el hombre busca comprar la felicidad a cualquier
precio. No importa que la Idea de felicidad haya sufrido una considerable
inflación en los últimos siglos. El hombre necesita ser feliz ahora más que
nunca. Pero ¿realmente lo necesita de
una forma vital o es un capricho de los tiempos industrializados? ¿Es una
pretensión que surge de la revolución industrial igual que las novelas de
Dickens?
El
concepto de felicidad debiera ser distinto al de conseguir objetivos, sentirse
satisfecho o el éxito en lo acometido. Esa es una felicidad de la sociedad de
consumo, bastante ajena a la felicidad del cuento de la camisa del hombre
feliz. Es indudable que cuando se compra algo que largo tiempo hemos
deseado, existe una sensación de andar por las nubes, de haberse tomado dos
copas. No lo niego y mucho menos lo critico. Yo soy uno de esos que a veces
sale de la tienda con una sonrisa de lado a lado y una bolsa en la mano.
Ese curioso monje alemán, Anselm Grum, de quien quiero recordar que ya he hablado en alguna ocasión y de quien tanto y con tanta sabiduría me ha hablado mi amigo Diego, afirma que la verdadera felicidad tiene que surgir desde el interior de la persona. Toda felicidad que viene desde el exterior es un postizo, un añadido, feliz, sí, pero añadido a la existencia. Y como todo postizo es factible de sustituir o perder. Pero lo importante no es perder el postizo, sino la perspectiva de lo eventual que es todo lo que llega desde el exterior.
Aquella
frase que decía el bíblico Santo Job, verdadero estoico avant la lettre:
El Señor me lo dio, el Señor me lo quito. Bendito sea el Señor, es la
imagen del desapego a todo lo terrenal. Job es un preludio o un contemporáneo,
cualquiera sabe, de aquel Diógenes que vivía en un barril y cuya única
posesión, aparte de un barril, era un cuenco para coger el agua. Un día que
Diógenes vio a un hombre recogiendo el agua con las palmas de sus manos, nuestro
estoico arrojó lejos de sí el cuenco. Por cierto, me llama la atención que la
enfermedad consistente en acumular cosas, especialmente basura, reciba el
nombre de “Síndrome de Diógenes”, cuando este hombre fue todo lo contrario.
Así
que la felicidad no se trata de un elemento que hay que buscar o acumular como
si fuésemos banqueros suizos cuyos billetes son intercambiables por un estado
de bienestar. La cuestión de ser feliz es una materia muy delicada y como no
tengo intención de cerrar este blog, me dejo para otro artículo buscar una
definición de qué es la felicidad. Pero, si quiero dejar constancia de esa
sabiduría popular que llevó a Job y a Diógenes a menospreciar todo lo que no surgiera desde la profunda verdad de cada uno de ellos. Antes hice referencia
al cuento de la camisa del hombre feliz, como ustedes recordarán el cuento
narra la historia de un sultán dispuesto a pagar una cantidad desmesurada de
dinero por la camisa de un hombre realmente feliz. Pero, para sorpresa de
todos, cuando, tras muchas pesquisas y años, encontraron a este hombre, ni
siquiera tenía camisa.
Juan
de Mal Lara (1524- 1571) dedicó una insólita y magnífica obra titulada
“philosophia vulgar”, a la sapiencia contenida en el refranero español. Ahora
no recuerdo quien dijo que España había dejado su filosofía en pequeñas gotas,
y no enormes libros, y esas pequeñas gotas era el refranero popular. A pesar de
que nuestros gobernantes y algunos personajillos indecentes se empeñen en
evitarlo, España me sigue pareciendo un país donde la gente es aproximadamente
feliz. En ocasiones vamos sin camisas.
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