jueves, 19 de noviembre de 2020

LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ

 


Creo que no hace mucho hice referencia a la frase escrita en el frontispicio del templo de Delfos “Conócete a ti mismo”. Estarán de acuerdo conmigo que el consejo es excelente.  El comienzo de la sabiduría tiene uno de sus puntos de partida en seguir esta propuesta. Y lo comento para ustedes porque yo soy uno de esos que adoran la civilización grecorromana y encuentra en ella un venero inagotable de conocimientos. 

También soy de esos que piensan que la sabiduría popular no tiene nada que envidiar a la sabiduría formada en una mente tras arduos años de investigación o un momento de sublime inspiración. Y viceversa. Ese amor a la sabiduría popular me ha llevado a buscar esas frases que desde la antigüedad llegan hasta nuestros días, aconsejándonos de continuo en base a la experiencia. Si 50.000.000 de fans de Elvis, no pueden estar equivocados, no es menos cierto, que milenios de transmisión de un consejo también tiene pinta de ser fiable.

Pero la cosa, la cuestión es que el hombre no se fía ni de si mismo. El cristianismo nos ha enseñado a confiar en un Dios justo y providencial, pero los antiguos grecorromanos, ¡no digamos las civilizaciones del cercano oriente!, no las tenían todas consigo respecto a sus múltiples dioses. Les suponían con todos los defectos que poseen los humanos y además con una mayor capacidad de ejercerlos. Estos dioses eran lascivos, embusteros, envidiosos, vengativos, caprichosos y bastante volubles. Siempre sujetos al avatar del destino.



 No es de extrañar, por tanto, que alguien que se sentía dichoso procurara que los dioses no se enterasen de su completa felicidad, no fuera que sintieran celos y le acarreasen alguna desgracia. Por ello decía Esquilo en no recuerdo qué tragedia, Nadie se considere feliz hasta que no vea el último de sus días.  O esa escandalosa aseveración que lanza Heródoto, como ustedes saben considerado el padre de la Historia, era necesario que un mal le sucediese a Candaules, rey de Lidia, a quien los dioses contemplarían demasiado feliz en su trono. De aquí al pesimismo de Albert Camus, solo dista un paso y un montón de siglos.

En esta época tan consumista como cualquier otra, pero con la diferencia de que existe una capacidad de compra y de venta como jamás soñara el más soñador de los mercaderes venecianos, el hombre busca comprar la felicidad a cualquier precio. No importa que la Idea de felicidad haya sufrido una considerable inflación en los últimos siglos. El hombre necesita ser feliz ahora más que nunca.  Pero ¿realmente lo necesita de una forma vital o es un capricho de los tiempos industrializados? ¿Es una pretensión que surge de la revolución industrial igual que las novelas de Dickens?

El concepto de felicidad debiera ser distinto al de conseguir objetivos, sentirse satisfecho o el éxito en lo acometido. Esa es una felicidad de la sociedad de consumo, bastante ajena a la felicidad del cuento de la camisa del hombre feliz. Es indudable que cuando se compra algo que largo tiempo hemos deseado, existe una sensación de andar por las nubes, de haberse tomado dos copas. No lo niego y mucho menos lo critico. Yo soy uno de esos que a veces sale de la tienda con una sonrisa de lado a lado y una bolsa en la mano.


Ese curioso monje alemán, Anselm Grum, de quien quiero recordar que ya he hablado en alguna ocasión y de quien tanto y con tanta sabiduría me ha hablado mi amigo Diego, afirma que la verdadera felicidad tiene que surgir desde el interior de la persona. Toda felicidad que viene desde el exterior es un postizo, un añadido, feliz, sí, pero añadido a la existencia. Y como todo postizo es factible de sustituir o perder. Pero lo importante no es perder el postizo, sino la perspectiva de lo eventual que es todo lo que llega desde el exterior.

Aquella frase que decía el bíblico Santo Job, verdadero estoico avant la lettre: El Señor me lo dio, el Señor me lo quito. Bendito sea el Señor, es la imagen del desapego a todo lo terrenal. Job es un preludio o un contemporáneo, cualquiera sabe, de aquel Diógenes que vivía en un barril y cuya única posesión, aparte de un barril, era un cuenco para coger el agua. Un día que Diógenes vio a un hombre recogiendo el agua con las palmas de sus manos, nuestro estoico arrojó lejos de sí el cuenco. Por cierto, me llama la atención que la enfermedad consistente en acumular cosas, especialmente basura, reciba el nombre de “Síndrome de Diógenes”, cuando este hombre fue todo lo contrario.



Así que la felicidad no se trata de un elemento que hay que buscar o acumular como si fuésemos banqueros suizos cuyos billetes son intercambiables por un estado de bienestar. La cuestión de ser feliz es una materia muy delicada y como no tengo intención de cerrar este blog, me dejo para otro artículo buscar una definición de qué es la felicidad. Pero, si quiero dejar constancia de esa sabiduría popular que llevó a Job y a Diógenes a menospreciar todo lo que no surgiera desde la profunda verdad de cada uno de ellos. Antes hice referencia al cuento de la camisa del hombre feliz, como ustedes recordarán el cuento narra la historia de un sultán dispuesto a pagar una cantidad desmesurada de dinero por la camisa de un hombre realmente feliz. Pero, para sorpresa de todos, cuando, tras muchas pesquisas y años, encontraron a este hombre, ni siquiera tenía camisa.

Juan de Mal Lara (1524- 1571) dedicó una insólita y magnífica obra titulada “philosophia vulgar”, a la sapiencia contenida en el refranero español. Ahora no recuerdo quien dijo que España había dejado su filosofía en pequeñas gotas, y no enormes libros, y esas pequeñas gotas era el refranero popular. A pesar de que nuestros gobernantes y algunos personajillos indecentes se empeñen en evitarlo, España me sigue pareciendo un país donde la gente es aproximadamente feliz. En ocasiones vamos sin camisas.

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