Me interesa ese dilema que se plantea el hombre, saber.
La ignorancia cuando no se debe a un defecto psíquico insalvable o porque
la ciencia aún no tiene respuesta es culpa de cada hombre. De forma individual
cada persona elige entre seguir en el desconocimiento o atreverse a saber. Esto
afirma Kant. Mi amiga Ana Luz, con quien tantas conversaciones interesantes he
tenido, y que sé que es una de las lectoras asiduas de este blog, en cierta
ocasión me dijo que para algunos tipos de personas quizás lo mejor es no saber.
Viven más tranquilos. Algo que desde luego no va con mi inteligente y curiosa
amiga.
El miedo al conocimiento es algo natural en el hombre. Tan natural como
el deseo de saber, que esto último ya lo dijo Aristóteles en su momento. Adquirir
conocimiento sobre un ente o un hecho origina un sabor amargo en ocasiones. La
verdad, aquello que no tiene más remedio que mostrar su veracidad, aunque
después pueda tener distintas matizaciones, es una granada en las manos de un
niño que está jugando a tirar piedras.
Hace unas semanas me he visto en la disyuntiva de saber la verdad, o una
proporción grande de la verdad, sobre un hecho histórico. Pero también tenía la
opción de seguir en la placentera ignorancia. Escogí saber. Pero esta decisión acarrea
consecuencias y entre ellas el sabor amargo de perder el convencimiento de una
creencia, de una idea, de una fe o de un concepto. Es evidente que hablo de
aquella verdad que viene a sustituir por derecho a una mentira conocida,
cómoda, amable y ampliamente aceptada. Esa mentira tan amable, en ocasiones
incluso protectora, es sustituida por una verosimilitud de los hechos que deja
desnudo a su poseedor frente al un mundo que hasta ese momento le era familiar.
Una desnudez intima. Como toda desnudez.
Pero allí estaba Eva, paseándose toda desnudita por aquel Edén, que fue
el primer centro nudista del mundo. Eva sí tenía interés en el conocimiento,
ella sí quería respuestas a sus preguntas, no le bastaba con la versión de
Yahvé. Por eso cuando la serpiente le habló del árbol del bien y del mal, Eva
pidió una manzana y luego se la dio a comer a Adán. Y se abrieron sus ojos. dice
el Génesis, y el castigo por la desobediencia fue la expulsión del Paraíso. En
realidad, una vez que se sale de la placenta solo queda aprender a sobrevivir o
estar en un perenne letargo. Esto último no lo considero Paraíso, sino abulia.
Mantener los ojos cerrados para no ver la realidad, la verdad es algo siempre
latente, es como cerrar los ojos para, no viéndole, no ser devorado por el
tigre que está a nuestro lado. Es la técnica del avestruz. Un animal
absolutamente torpe para el camuflaje.
En este punto adoro a los maravillosos visionarios místicos. Nadie más
osados que ellos, pues se atrevieron a mirar lo que es imposible de ver: el
rostro de Dios. Mujeres como Hildegarda de Bigen o Santa Teresa, hombres como
San Juan de la Cruz, osaron no solo comer del árbol del bien y del mal, sino
incluso mirar de frente al Creador del árbol.
Horacio, el maravilloso poeta romano del siglo I, dice en una epístola “Sapere
audete. ¡Incipam!” Atrévete a saber ¡Comienza! Y mi adorado Felipe, el
entrañable amiguito de Mafalda, tras leer la máxima escrita en el frontispicio
de Delfos, Conócete a ti mismo, se pregunta angustiado ¿Y si no me
gusto? Aunque, unos más y otros menos, casi todo el mundo anda satisfecho
consigo mismo. No conozco a nadie que afirme de sí mismo que es una mala
persona, y puedo asegurarles que he conocido a unas cuantas. De esas que
dejarían a Cruella de Vil, al cuidado de unos cachorritos dálmatas.
Así estamos en lo tocante a la voluntad de saber, debatiéndonos siempre
entre el deseo y el temor. Cuando sabemos la verdad que sustituye a esa mentira
amada que era parte del aliento vital en nuestras vidas, la sensación es desagradable.
Hay un deje de tristeza en el aire que se cuela de forma íntima en nuestros
pulmones. Se abandona el colchón mullido que la tradición, el interés o la
ignorancia, la aparente amistad habían preparado para nuestro uso y disfrute.
Con la sustitución de una verdad espuria sucede como con esa canción que
cantamos a solas y que suponemos que lo hacemos maravillosamente, incluso se ha
mejorado el original. Un día llega un músico y nos lanzamos alegres, inocentes,
peregrinos del arte, a cantar mientras el músico toca las notas en su
instrumento. Y sucede lo trágico, risible para los demás, pero es una tragedia
interior para quien lo sufre, tan interior como los pulmones o el páncreas,
sucede que las notas que cantamos no se corresponden con las reales, sucede que
estamos desafinando. Entonces, la canción nos abandona porque la melodía que
toca el músico es la real, la nuestra no era más que la ilusión de un
aficionado que carece de talento.
¡Lástima! ¡Eras tan hermosa entonces! Pero, ahora, debo dejarte porque la verdadera canción está sonando en mis oídos, aunque mi voz jamás podrá entonarla.
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