jueves, 10 de noviembre de 2022

SOBRE AÑORANZAS Y TRAICIONES

 


La añoranza tiene el tinte cálido de un otoño que se estrena. Este que les escribe no es para la problemática continua del oficio de vivir ni tan valiente como el Capitán Trueno, ni tan estúpido como el avestruz. Así que no me dejo influenciar por el pasado más allá de lo estrictamente necesario. Lo justo para seguir manteniendo un espíritu con florituras del movimiento romántico, ese que de forma tan magistral encarnaron Lord Byron, Wagner, Chopin o el Duque de Rivas, entre otros muchos otros.

Mi añoranza, cuando la tengo, tiene el tono de las hojas otoñales, de esas que solo sirven para que el barrendero de turno con su escoba inmisericorde las recoja y las deje en el cubo de la basura. Dice Joaquín Sabina en su canción “Con la frente marchita”, que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió. Ese es el castigo o la maldición de los pusilánimes, de los indecisos, de los que no se atreven a vivir lo que la vida les ofrece. Un nuevo espacio infernal para agregarlo al establecido por el divino Dante Alighieri.

                 




        Sí añoro aquellos días en los que toda mi familia estaba completa, abuelos, padres, tíos y hasta algún hermano. Pero esa añoranza, legítima, es lo más parecido a darse un golpe en el dedo con un martillo. Añoro, de otra forma, y esto es muy curioso, al dodo, de nombre científico Raphus cucullatus, esos enormes pájaros cuyo único representante actual en el Universo es el que aparece en la carrera de Alicia a través del espejo. Le añoro como lo hago con todas las especies que el hombre en su necedad ha llevado a la extinción. Pero no añoro el amor de aquella chica de la que me enamoré perdidamente, sin ser correspondido, a los trece años. Lo que nunca fue no es necesario evocarlo. Eso produce en las glándulas suprarrenales, una aguda crisis de Addison. Ignoro si esta teoría de médicos de cucuruchos es cierta, pero no estaría mal que lo fuera.

El problema de la añoranza es el buen sabor que tiene. Te permite mojar pan en la salsa. Te dan ganas de pedir otra copa, mientras, como cantaba Bob Dylan, veo tu imagen reflejada en mi copa rota y sé que no nací para perderte. La cosa perdida puede ser cualquier cosa, desde un amor hasta un juguete de la infancia. Aún no me he perdonado que al cerrar definitivamente la casa que fuera hogar de mis padres, dejé abandonado, con pleno conocimiento, un muñeco que me había acompañado desde que nací. Aún tengo su imagen en mi cabeza, con su ojo tuerto mirando como me marcho, como no le llevo conmigo. Y duele, porque sabe a traición de las buenas. Y se añora, porque tiene buen sabor ese dolor vacío y absurdo.

Eso es la añoranza. No saber perdonarse las pérdidas, como si fuésemos responsables de los abandonos que dejamos en cada puerta cerrada, en cada esquina de una calle, en cada mirada que nunca fue nuestra. Como si tuviésemos que llevar un fardo inmenso a cuestas, tan grande como el Universo, donde estén guardadas todas las cosas que nos pertenecieron y también las que nunca tuvimos. La añoranza nos hace pedir perdón por lo que hemos vivido, lo que no pudimos vivir y lo que hemos dejado que pase sin vivirlo.



Es lo que impulsó a Ulises para no quedarse junto a Circe o Nausicaa y seguir avanzando por mares procelosos hasta alcanzar Ítaca, y así dejar de añorarla ¿Qué le parecería a este griego sabio en ardides, como lo calificaba Homero, su tierra, su esposa, sus vecinos, su perro, después de veinte años pasados? Porque, aunque Gardel cantaba que veinte años no es nada, sí que lo son cuando en la memoria las cosas permanecen sin que las marchite el tiempo y mejorándolas con la ausencia.

Porque no hay peor crueldad del destino que volver a encontrarnos con lo que dejamos hace tiempo y su imagen ha permanecido intacta en nuestra retina memorística ¡Cruel es el reencuentro con lo amado años atrás! Como cruel es el reencuentro cada mañana con nosotros, aquellos que fuimos, y que el espejo nos devuelve en nuestro ahora.

A veces la añoranza entra en nuestras vidas como los mongoles de Gengis Khan entraron en el Asia Central, arrasándolo todo a sangre y fuego, sin conmiseración posible, en otras ocasiones regresa con el suave tacto de seda china que, -me han contado-, es el mordisco de un vampiro o una vampiresa. Entonces, como dice el neurólogo Antonio Damasio, -el hombre que ha eliminado mi alma sustituyéndola por miles de millones de neuronas con sus conexiones sinápticas-, la amígdala, órgano cerebral emisor de las grandes pasiones, rapta a la parte del cerebro que sirve para no perder la calma, aquella que se ocupa del equilibrio anímico, y convierte el pensamiento en el camarote de los hermanos Marx, pero colmado por de los fantasmas de las mazmorras mentales.

                                        


El origen de la palabra añoranza está en la catalana, -por tanto, también española-, enyorança, que significaba más o menos lo mismo que nos dice la RAE que significa “añoranza”, recordar con pena la ausencia, privación o pérdida de alguien o algo muy querido.

Quizás Judas añoraba a Jesús y por eso se ahorcó. No porque había traicionado a su Maestro, sino porque le echaba de menos y se acordaba de Él, cada vez que en su bolsillo tintineaban las treinta monedas.

                                     


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