No me negarán que
Beethoven, impone. Tiene el semblante adusto, imperioso, de verdades seguras. Me
recuerda a su amigo Francisco de Goya. Veo la misma personalidad. Solo que en
el maño esa firmeza de convicciones estaba más atemperada por los horrores que
contempló en España durante la guerra contra los franceses. Horrores que dejó
estampados en su soberbia colección de grabados titulados precisamente Los
horrores de la guerra.
En Beethoven tenemos al
artista cuya obra es un espejo de su espíritu y vida. Me gustan especialmente
sus cuartetos porque tienen la fuerza de la verdad, la fuerza de un torrente
que expande sus aguas por acantilados sombríos en ocasiones. El espíritu de su
música no admite ambages, no existe una nota que pueda temblar dudando de su
sitio en la composición. Todo es un caballo brioso que corre hacia un destino
solo conocido por él. Y el oyente se ve obligado a galopar hacia insondables abismos
sonoros.
Alguien me dijo en cierta
ocasión que no le convencían demasiado las sinfonías de Beethoven. Entonces le
aconsejé la audición de esas sinfonías dirigidas por Fürtwangler. A los pocos
días me llamó mi amigo y me comentó que esto era otra cosa. Willhem Fütwangler
tenía la rara habilidad de que sus orquestas ejecutaban exactamente lo que
estaba escrito por el autor. Su integral de las sinfonías de Beethoven es de
referencia.
Beethoven amaba al
hombre, pero no lo quería a su lado. Y esto también se refleja en su música. En
cuanto el oyente se intenta mezclar con el sonido, la composición le saca de su
éxtasis y le vuelve a sentar en el sillón de espectador. Así que mi
recomendación, si desean disfrutar de las sinfonías de Beethoven, es que no se
dejen llevar por falsos espejismos de directores con un intenso marketing detrás.
Y es que la batuta puede
cambiar completamente una obra musical. Una dirección conscientemente falsa
puede mostrar una obra distinta a la que el oyente ha ido a escuchar. Una mala
dirección, por falta de talento o de escrúpulos, puede interpretar otra cosa
que no es la Pastoral, es decir la sexta sinfonía, sin variar una nota de la
composición. Como un mal director de teatro puede engañar al público y mostrar
un Lope de Vega que no tiene nada que ver con Lope de Vega, respetando cada
palabra del texto ¡Cuántos profesionales del embuste artístico que no son más
que farsantes mediocres aplaudidos por la crítica interesada o estúpida, viven
gloriosamente de la mentira!
Beethoven odiaba la mentira hasta tal extremo que llegó a afirmar que ni por un imperio se debería mentir. Pero ya conocemos a Beethoven y su carácter un pelín extremo. Y que me perdone el genio de Bonn, pero en ocasiones, la mentira es necesaria.
-Pero ¿Qué me está usted
diciendo tras haber escrito lo que más arriba he leído? -Dirá alguno de mis
escasos, pero muy buenos lectores. No cuento nada nuevo si afirmo que no todas
las mentiras tienen la misma entidad ni pertenecen al mismo mundo.
Hay un tipo de mentiras
que refleja el rostro de un hada. Son aquellas mentiras que merecen ser verdad.
Tienen un aire de pequeñas florecillas blancas que surgen con la escarcha de la
aurora y están mustias antes del mediodía; pero mientras figuraron ser una flor
¡qué hermosas fueron! Hablo de la mentira de los enfermos que sienten una mejoría
previa a la muerte inminente, del desenamorado conmovido mientras lee ese poema
de Neruda que contiene el verso No la quiero, es cierto, pero cuánto la he
querido, de la alegría que proporciona el vino al pesimista bien informado.
Tampoco son censurables las mentiras piadosas ¿Quién le dice a una madre que su hija es fea? No olvidemos que la verdad es también una forma de demostrar que cualquiera en cualquier momento puede ser un maleducado ¿Quién es tan desagradable que al abuelo que con toda ilusión enseña el cuadro, -por primera vez en su vida ha pintado un cuadro-, hecho en el hogar del jubilado, le niega que es digno de Da Vinci?
En ocasiones la mentira
es necesaria para evitar que una posible calamidad sea una verdad en el futuro.
El propio dios Krhisna aconseja en el gran poema épico hindú “Mahabaratta”, donde
se narra la guerra entre los Pandavas y sus primos los Kuravas, emplear la
mentira en un caso excepcional. Nadie puede acabar con la vida del gran
guerrero llamado Drona. Ha causado miles de bajas entre el ejército de los
Pandavas; entonces, para que pierda el deseo de vivir, le dicen sus enemigos
que su hijo, Ashwathama, ha muerto en la batalla. Drona no lo cree. Solo si lo
afirma Iudhisthira, quien nunca ha mentido, creerá que la noticia es cierta.
En un principio Iudhisthira se niega a mentir, aunque sea por la victoria de su causa, esto es por un reino y aquí retomamos la frase de Beethoven. Entonces interviene Krhisna. Matan a un elefante que se llamaba igual que el hijo de Drona, Ashawathama. Así, cuando el gran guerrero pregunta si su hijo ha muerto, Iudhisthira responde que Ashwathama, en realidad, el elefante, ha muerto. Drona cae en la trampa, abandona el deseo de vivir y un guerrero le corta de un tajo la cabeza. Una mentira necesaria para ganar un reino y terminar un periodo de caos.
Me divierten mucho aquellos
que inventan historias que jamás les sucedieron o de las que jamás fueron
testigos. En definitiva, un tipo de mentiroso que ni busca ni hace daño a nadie.
No me gusta la mentira. Quiero decir la mentira que busca un interés en
menoscabo de otra persona, pero me divierto con estos curiosos boleros que
impelidos por un no sé qué inventan relatos que van desde la anécdota ocasional
a una historia que puede durar horas.
Quizás el rey de estos
patrañeros, y si no el rey uno de sus miembros más destacados, fue John of
Mandelville, un inglés, médico de profesión, físico le lama el códice conservado
en el Escorial, que viajó por el Mediterráneo griego, Tierra Santa y el mundo
oriental y escribió “El livro de las maravillas del mundo”. Exquisito.
Impagable. Delicioso.
Nos cuenta Mandelville que,
en algunas zonas del planeta, y él las ha visitado, hay hombres que no tienen
ojos ni boca, otros que llamaríamos canicéfalos, es decir con cabeza de perro,
están los que tienen un solo pie, eso sí, enorme, también nos habla de la hija
de Hipócrates, sí, el famoso médico griego que da nombre al juramento que
hacían, ignoro si se sigue haciendo, los galenos al comenzar a ejercer la
medicina “Lo que mis ojos vean y mis oídos escuchen, no lo dirá mi boca”. La
hija de Hipócrates se había convertido en una dragona y allí estaba aún en su
torre cuando Mandelville pasó, quiero recordar que por Creta, camino de Tierra
Santa.
Para mi gusto, la más hermosa de las cosas increíbles que vio y cuenta Mandelville es el lago de las lágrimas. Se trata de un lago enorme que se formó con las lágrimas derramadas por Adán y Eva cuando fueron expulsados del Paraíso. Y a este lago van a parar todas las lágrimas derramadas en el mundo. Cuando alguien enjuga una lagrima piensa erróneamente que se ha quedado en su mano o en su manga; pero no es así, viaja solicita hasta llegar al lacrimógeno lago donde se une a sus compañeras. Solo por esto ya merece la pena la lectura de esta obra que fue un auténtico best seller a mediados del siglo XIV. Se hicieron multitud de copias en un tiempo donde aún faltaba siglo y pico para la invención de la imprenta.
Lo notable, como ustedes habrán supuesto, es que Mandelville jamás hizo viaje alguno. Entre otras cosas, y ahora viene lo bueno, porque John of Mandelville o Juan de Mandelvilla, como aparece en el códice del Escorial, jamás existió. No se puede ser un embustero más grande. No solo mi relato es mentira, sino que también yo soy una mentira. Alguien a mediados del siglo XIV, creó este maravilloso embuste y también le dio un nombre al patrañero que escribió esta magnífica obra de la que hoy tenemos una magnífica edición en español, anotada e ilustrada, gracias a la editorial Creación y a la labor del profesor José María Díaz Regañón.
En mi casa siempre se
habló con admiración y cariño de dos personajes literarios que son embusteros
compulsivos, uno de ellos es el maravilloso barón de Munchaussen, quien
consigue salir de una ciénaga tirándose de su propia coleta o cabalgar sobre
una bala de cañón. Tenía varios criados con curiosas cualidades. El otro
embustero maravilloso es el nunca bastante alabado Doctor Flagg, creación de
nuestro mejor autor de novelas cómicas, Enrique Jardiel Poncela. Flagg aparece
por primera vez en “Amor se escribe sin H” y luego volvemos a encontrarlo en
“La tournée de Dios”, donde el altísimo escucha divertido los embustes que
Flagg, sin embarazo ninguno, se permite contarle al mismísimo Dios, que como
ustedes saben es omnisciente.
Supongo que el noventa por
ciento de los quince que leerán este artículo de mi blog, a estas alturas
tienen una sonrisa dibujada en el rostro a cuenta de este pillastre de
Mandelville ¿Ven cómo hay mentiras y mentiras? Las hay divertidas y las hay
repugnantes.
La más repugnante es la
calumnia. El peor de los pecados. Odio ese lado tenebroso de la mentira. A
veces, ni siquiera se busca el interés; se vierte en los oídos de otro ese
veneno en forma de palabras solo por el infame placer de calumniar a un
inocente. Nadie mejor que Botticelli pintó esta infamia en “La calumnia de
Apeles”. La señora que ven desnudita es la verdad elevando su dedo al cielo. Rossini
hizo de la calumnia un aria excepcional que canta D. Bartolo en El barbero
de Sevilla. La palabra diablo viene del griego diábolos, que se refiere a
alguien que es un calumniador. Luego derivó en diablo, ser del infierno. No se
pudo estar más acertado.
Genial, cómo siempre...🤩🤩👏👏👏
ResponderEliminarMuchas gracias, unknown
ResponderEliminarTe superas cada día
ResponderEliminarMuchas gracias
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