Hace un par de semanas que tuve la excelente idea de volver a repasar las
aventuras de Tintín, la maravillosa obra de Hergé. Esto es algo que suelo hacer
cada tiempo y no permito que este, el tiempo, se dilate demasiado. En mi
biblioteca las obras completas de Tintín y Milú están en una estantería debajo
de la que sostiene a Homero, Virgilio, César, Safo y un largo etcétera de
autores grecorromanos. Un clásico en
vecindad con los clásicos. Cada vez que Tintín se pone a navegar me demoro en
cada viñeta. También invierto y gano en cada demora cuando Tintín y Milú suben
las escaleras de un edificio. Me detengo, me hace detenerme, igual que me
obliga a parar frente a sus grabados la exquisita obra de Hiroshige.
¿Algún día en las escuelas los cómics, que en mis tiempos de púber eran
tebeos, formarán parte de la asignatura de Historia del arte? ¿Qué hay
escondido en esas ilustraciones, en esos guiones, que impide su plena
consideración artística? ¿Por qué se considera la lectura del cómic, tebeo cuando
yo era niño, algo nimio, propio de niños y adolescentes? Yo, lector apasionado
de cómic, eso mismo que conocí como tebeo, digo con Virgilio en su primera
Geórgica: Hinc canere incipiam (Aquí comienza mi canto)
El problema radica en el sistema de valoración de la obra de arte.
Ustedes saben que uno de los mayores negocios, en blanco y en negro hablando en
términos de inspector de Hacienda, es la compra, venta, rapto, pérdida,
adquisición, encargo, etc. de la obra de arte. Como no se puede comprar la Torre
Eiffel, se compra un Van Gogh, que es más pequeño y cabe mejor en el salón. Eso
no excluye que, tras la visita a París, se compre una reproducción de la Torre
Eiffel. Un souvenir de Francia (La palabra souvenir, etimológicamente
viene del latín sub y venire, que querría decir algo parecido a traer
algo al presente desde los sótanos de la memoria. Como acaban de comprobar
mis traducciones latinas no son demasiado fiables) Ustedes y yo tenemos un
souvenir de algún sitio, pero no tiene más valor que el puramente sentimental,
el de souvenir. Otra cosa es si poseemos un Van Gogh.
Volvamos al mundo del tebeo y a la pregunta sobre qué imposibilita a este
arte su reconocimiento en las escuelas, universidades y otros sectores de la
intelectualidad del momento. Voy a responder con una pregunta ¿Cuántas veces
puede usted comprar, -no vale la respuesta ninguna porque no tengo el dinero
suficiente-, “Las señoritas de Avignon”, de Pablo Picasso? Supongamos
que a usted no le sucede como al pintor malagueño, quien afirmó que no podía
permitirse el lujo de tener un Picasso en su casa, supongamos que usted sí
puede permitirse ese lujo; en este caso, solo podrá comprar dicho cuadro una
vez. Solo existe un original. Se pueden adquirir miles de reproducciones de la
obra, pero solo hay un original y ese es el que vale millones, ese es el que solo
una élite puede permitirse el lujo de colgar en su salón. Este es el hilo de
Ariadna que nos va a conducir a la salida del laberinto.
Ahora bien, ¿Cuántos ejemplares puede comprar de Las siete bolas de
cristal, de Tintín? Tantos como encuentre en el mercado. Creo que ya saben
por dónde van los tiros. El valor de una obra de arte que se puede guardar en
un salón, con independencia de su valor artístico, estriba en su carácter de
único ejemplar de su especie. No tiene gemelo. “La fragua de Vulcano” de
Velázquez, no tiene otra “Fragua de Vulcano” de Velázquez. Es la única “Fragua
de Vulcano o la indiscreción” de Velázquez en todo el Universo. Como Yahveh
ha de ser el único dios para el pueblo de Israel. Veremos más adelante como van
coincidiendo estos dos caminos.
Otro ejemplo, tomemos como referencia el maravilloso manuscrito del “Libro
de Kells”. Una obra de rara exquisitez realizada por monjes irlandeses a
comienzos del siglo IX. El valor de un ejemplar autentico es incalculable.
Entre otras cosas porque ejemplares auténticos solo existe uno. Pero si estos
monjes hubiesen tenido una imprenta y realizado una edición numerada de 300 libros
de Kells, -sigamos imaginando-, y solo quedasen 200 ejemplares ¿Su valor
bajaría en el mercado? Indudablemente, sí. Tras este paseo por el mundo de lo
maravilloso, volvamos al tebeo.
Cuando “Mauss” de Art Spiegelman, ganó el premio Pulitzer, a todos los
amantes del tebeo nos dio un salto el corazón ¡Por primera vez un cómic ganaba
un premio que estaba considerado por los intelectuales como dotado de un
prestigio especial! Me apresuro a aclarar que el caso de “Mauss” fue una raya
en el agua. Hasta la presente no ha habido más premios Pulitzer ni nada que se
le parezca para un cómic. Todo lo más, algunas palmaditas en la espalda. Aunque
se haya pagado una cifra astronómica por el boceto de una portada de Tintín.
Pero por lo que se ha pagado la enorme cantidad no fue por la bellísima portada
que realizó Hergé para “El loto azul”, sino porque era el boceto, único
en su especie, de la portada que dibujó Hergé para “El loto azul”. Esto
es muy importante.
El mundo antiguo no tenía esa concepción de lo único como elemento que otorga
una importancia extremada a la obra de arte. En el mundo antiguo, -excepto las
armas de Aquiles, pero estas fueron causa de disputa por su belleza, no
olvidemos que el escudo es obra del propio dios Hefestos- la unicidad no era
motivo de un aprecio especial. Tampoco lo fue durante la Edad Media. Ni
siquiera a nivel personal. El individuo estaba sumido en el espíritu de
colectividad y esto llevaba a que el objeto de arte no tuviese una
consideración especial por ser único en su especie. Incluso las reliquias de
los santos se multiplicaban sobre la misma reliquia y todo el mundo confiaba en
el poder propedéutico de la copia.
Porque la idea de lo único no era un concepto claro en el mundo antiguo y
medieval. Téngase en cuenta una cosa, hasta mediados del siglo X, el cero como símbolo
de carencia absoluta, como un número más, no existía. Grecia, Roma y la alta
Edad Media lo desconocían. Al- Juarasiní
importó este elemento aritmético, al parecer de la India, igual que la sandía,
del que los antiguos sí es cierto que tenían una vaga idea, pero no un concepto
definido. Sí existía el uno, pero incluso este uno podía fácilmente convertirse
en dos o tres o cuatro o todo lo que hiciese falta. La pérdida absoluta no
estaba en el imaginario de la colectividad. Todo sobreviene a partir del
concepto de lo único que es imposible de copiar o reproducir. Lo único que es
imposible de copiar o reproducir es Yahveh, el dios bíblico.
Cuando Moisés, allá por el siglo XII antes de Jesucristo, trajo a los
israelitas el culto a un dios único, el pueblo elegido y aturdido tuvo que dar
formar a un concepto insólito. La idea de un dios único era nueva para la
humanidad. Todas las creencias religiosas anteriores a la aparición de Moisés
habían formado panteones de dioses y diosas que ayudaban a comprender nuestro
planeta y nuestra existencia. Aunque no es mi deseo entrar en esta materia, era
tan extraña la figura de un dios único, que Yahveh no afirma ser el único dios,
sino que quiere ser el único dios a quien Israel adore.
De hecho, la larga disputa entre Moisés y el faraón de Egipto para la
salida del pueblo judío de la tierra del Nilo, y el consiguiente envío de las
diez plagas que culminan con la terribilísima aparición del ángel exterminador,
se debe a que “Yahveh endureció el corazón del faraón para mostrar su poder”.
Es decir, Yahveh quiere medirse con los dioses egipcios y vencerlos. En la
maravillosa película “Los diez mandamientos” de Cecil B. de MIlle, el faraón
interpretado por Yul Brinner, lleva a su hijo muerto por el ángel exterminador
ante uno de los dioses egipcios y le interpela para que demuestre que es más
poderoso que Yahveh, devolviendo la vida al muchacho. Por supuesto, el ídolo ni
dice ni hace nada.
La unicidad seguía siendo un concepto tan extraño que el cristianismo
afirmó la existencia de un solo Dios verdadero ¡Con tres personas distintas! No
es de extrañar, por tanto, que los musulmanes afirmaran, con muchas ganas de
guasa, que jamás se debía tener a un cristiano como contable, pues para un
cristiano tres es igual a uno. Finalmente, el islam eliminó cualquier otra
presencia o manifestación divina junto a Dios.
Yahveh había conseguido al fin quedarse solo tras siglos de combate
contra el concepto de lo múltiple como idea primaria en el hombre. Ahora la
idea de lo único tomaba una notoriedad desaforada pues representaba la misma
idea de Dios, Alfa y Omega de todas las cosas. Todas las cosas estaban
representadas en lo único y este representaba a todas las cosas en un peligroso
juego a punto de caer en el panteísmo. Las tres grandes religiones del Libro no
se cansaban de exponer que la unicidad y la omnipotencia eran los atributos más
importantes de la divinidad. A principios del siglo XIV, cuando Dante Alighieri
termina su Divina Comedia, el proceso estaba ya en marcha, la prueba de esto es
la individualización sin descanso que el poeta, sublime poeta, hace de las
almas en el infierno. Luego, en el Paraíso, la individualidad se muestra con
los bordes difusos. La promesa de un castigo o un premio post mortem necesitaba
de una diferenciación. El más allá ya no era ese lugar oscuro y polvoriento por
donde caminaban las almas sin rumbo fijo ni determinación alguna. Cada alma era
personal e intransferible, además de irrepetible, como lo era el mismo Dios.
Así que cada una tenía su premio o su castigo personal.
La cultura occidental
prerrenacentista construyó el puente que va desde el Carpe diem (Vive el
momento) que aconsejaba con desesperación el divino Horacio o aquel “Collige,
virgo, rosas”, (Coge niña las rosas… y después continúa el poema aconsejando
que lo haga antes de que sea demasiado tarde), de Ausonio, a que todo esfuerzo
se hiciera para conseguir el pasaporte para una vida eterna en el Más allá. La
idea obsesiva de no desparecer como individualidad se fue gestando lentamente
en el espíritu de occidente.
La idea del uno irreemplazable se instaló en las almas de los hombres. El
hombre renacentista acentúa el espíritu de ser él y no otra cosa, como diría
Unamuno, hasta la esperanza de verse en bronce cuando sus días terminaran.
Justo en el momento del despegue de la individualidad como concepto para la
posteridad, el arte se hace imprescindible a los ojos de los patricios de la
época. Los banqueros italianos quieren tener un Botticelli colgado en su salón.
Querían la belleza, pero no cualquier tipo de belleza, sino una que fuese
privada y de solo uso para sí mismo. Una belleza que confería al propietario la
oportunidad de mostrar su poder sobre la sociedad. Por eso el grabado, a pesar
de su innegable belleza, tuvo menos consideración que el lienzo o el mural. Cualquier
otro podía tener un grabado de Durero.
Entiéndase que no hablo de la obra de arte, sino de su valor en el
mercado. Cuando vi en el museo del Prado “Los niños de la concha”, de Murillo,
me temblaron las piernas y tuve que buscar un asiento. Había visto cientos de
veces esta obra, pero ahora, delante del cuadro original, aquello era otra cosa
muy distinta a todo lo que, siendo la misma imagen, había visto anteriormente.
Existe realmente una energía desde el cuadro original hacia el espectador, que
hace únicas en su especie a ciertas obras de arte. Y se comprende entonces
porque Van Gogh es único.
La música no se podía tener en propiedad privada, tampoco la poesía, pero
la escultura y sobre todo la pintura, sí. La batalla final quedó ganada cuando
se pasó del mural al lienzo. El propietario, a veces un mecenas, se llevaba la
obra consigo si cambiaba de domicilio. Y podía también contratar a algunos
desalmados para que le robasen al vecino el Murillo que tenía en el dormitorio.
Luego lo escondía en el sótano y solo él podía contemplar a Yahveh, porque solo
hay un original de ese Murillo. Pobres cómics sin valor tirados en la calle y
mojados por la lluvia, convertidos en papel inservible y luego en nada.
Vosotros no sois hijos de Yahveh, sino de un dios menor.