miércoles, 26 de mayo de 2021

LA DECISIÓN DE EVA


Me interesa ese dilema que se plantea el hombre, saber.

La ignorancia cuando no se debe a un defecto psíquico insalvable o porque la ciencia aún no tiene respuesta es culpa de cada hombre. De forma individual cada persona elige entre seguir en el desconocimiento o atreverse a saber. Esto afirma Kant. Mi amiga Ana Luz, con quien tantas conversaciones interesantes he tenido, y que sé que es una de las lectoras asiduas de este blog, en cierta ocasión me dijo que para algunos tipos de personas quizás lo mejor es no saber. Viven más tranquilos. Algo que desde luego no va con mi inteligente y curiosa amiga.

El miedo al conocimiento es algo natural en el hombre. Tan natural como el deseo de saber, que esto último ya lo dijo Aristóteles en su momento. Adquirir conocimiento sobre un ente o un hecho origina un sabor amargo en ocasiones. La verdad, aquello que no tiene más remedio que mostrar su veracidad, aunque después pueda tener distintas matizaciones, es una granada en las manos de un niño que está jugando a tirar piedras.



Hace unas semanas me he visto en la disyuntiva de saber la verdad, o una proporción grande de la verdad, sobre un hecho histórico. Pero también tenía la opción de seguir en la placentera ignorancia. Escogí saber. Pero esta decisión acarrea consecuencias y entre ellas el sabor amargo de perder el convencimiento de una creencia, de una idea, de una fe o de un concepto. Es evidente que hablo de aquella verdad que viene a sustituir por derecho a una mentira conocida, cómoda, amable y ampliamente aceptada. Esa mentira tan amable, en ocasiones incluso protectora, es sustituida por una verosimilitud de los hechos que deja desnudo a su poseedor frente al un mundo que hasta ese momento le era familiar. Una desnudez intima. Como toda desnudez.

El problema del conocimiento como una especie de lacra peligrosa, una opción con consecuencias impredecibles ya se planteaba en uno de los libros más antiguos de la Historia de la Humanidad, la Biblia. El conocimiento era un problema que jamás al parecer inquietó a Adán. Él vivía tan placenteramente en el Paraíso. Quizás un pelín aburrido, pero no parece que fuera hombre de cavilaciones profundas. A Adán le faltaba un televisor con un buen partido de fútbol y una lata de cerveza bien fría. Con eso el padre de la humanidad, según la tradición bíblica, no se hubiese metido en complicaciones. La serpiente tenía claro que con Adán no había futuro. -Por cierto, según el mito original Adán y Eva fueron creados al mismo tiempo; lo de la costilla es un añadido posterior de la tradición yavhista que alteró Génesis, II v. 16, convirtiéndolo en Génesis II, v. 16-18.


Pero allí estaba Eva, paseándose toda desnudita por aquel Edén, que fue el primer centro nudista del mundo. Eva sí tenía interés en el conocimiento, ella sí quería respuestas a sus preguntas, no le bastaba con la versión de Yahvé. Por eso cuando la serpiente le habló del árbol del bien y del mal, Eva pidió una manzana y luego se la dio a comer a Adán. Y se abrieron sus ojos. dice el Génesis, y el castigo por la desobediencia fue la expulsión del Paraíso. En realidad, una vez que se sale de la placenta solo queda aprender a sobrevivir o estar en un perenne letargo. Esto último no lo considero Paraíso, sino abulia. Mantener los ojos cerrados para no ver la realidad, la verdad es algo siempre latente, es como cerrar los ojos para, no viéndole, no ser devorado por el tigre que está a nuestro lado. Es la técnica del avestruz. Un animal absolutamente torpe para el camuflaje.





En este punto adoro a los maravillosos visionarios místicos. Nadie más osados que ellos, pues se atrevieron a mirar lo que es imposible de ver: el rostro de Dios. Mujeres como Hildegarda de Bigen o Santa Teresa, hombres como San Juan de la Cruz, osaron no solo comer del árbol del bien y del mal, sino incluso mirar de frente al Creador del árbol.

Horacio, el maravilloso poeta romano del siglo I, dice en una epístola “Sapere audete. ¡Incipam!” Atrévete a saber ¡Comienza! Y mi adorado Felipe, el entrañable amiguito de Mafalda, tras leer la máxima escrita en el frontispicio de Delfos, Conócete a ti mismo, se pregunta angustiado ¿Y si no me gusto? Aunque, unos más y otros menos, casi todo el mundo anda satisfecho consigo mismo. No conozco a nadie que afirme de sí mismo que es una mala persona, y puedo asegurarles que he conocido a unas cuantas. De esas que dejarían a Cruella de Vil, al cuidado de unos cachorritos dálmatas.



Así estamos en lo tocante a la voluntad de saber, debatiéndonos siempre entre el deseo y el temor. Cuando sabemos la verdad que sustituye a esa mentira amada que era parte del aliento vital en nuestras vidas, la sensación es desagradable. Hay un deje de tristeza en el aire que se cuela de forma íntima en nuestros pulmones. Se abandona el colchón mullido que la tradición, el interés o la ignorancia, la aparente amistad habían preparado para nuestro uso y disfrute.

Con la sustitución de una verdad espuria sucede como con esa canción que cantamos a solas y que suponemos que lo hacemos maravillosamente, incluso se ha mejorado el original. Un día llega un músico y nos lanzamos alegres, inocentes, peregrinos del arte, a cantar mientras el músico toca las notas en su instrumento. Y sucede lo trágico, risible para los demás, pero es una tragedia interior para quien lo sufre, tan interior como los pulmones o el páncreas, sucede que las notas que cantamos no se corresponden con las reales, sucede que estamos desafinando. Entonces, la canción nos abandona porque la melodía que toca el músico es la real, la nuestra no era más que la ilusión de un aficionado que carece de talento.



¡Lástima! ¡Eras tan hermosa entonces! Pero, ahora, debo dejarte porque la verdadera canción está sonando en mis oídos, aunque mi voz jamás podrá entonarla. 

jueves, 8 de abril de 2021

ARTE Y MONOTEÍSMO

 



Hace un par de semanas que tuve la excelente idea de volver a repasar las aventuras de Tintín, la maravillosa obra de Hergé. Esto es algo que suelo hacer cada tiempo y no permito que este, el tiempo, se dilate demasiado. En mi biblioteca las obras completas de Tintín y Milú están en una estantería debajo de la que sostiene a Homero, Virgilio, César, Safo y un largo etcétera de autores grecorromanos.  Un clásico en vecindad con los clásicos. Cada vez que Tintín se pone a navegar me demoro en cada viñeta. También invierto y gano en cada demora cuando Tintín y Milú suben las escaleras de un edificio. Me detengo, me hace detenerme, igual que me obliga a parar frente a sus grabados la exquisita obra de Hiroshige.



¿Algún día en las escuelas los cómics, que en mis tiempos de púber eran tebeos, formarán parte de la asignatura de Historia del arte? ¿Qué hay escondido en esas ilustraciones, en esos guiones, que impide su plena consideración artística? ¿Por qué se considera la lectura del cómic, tebeo cuando yo era niño, algo nimio, propio de niños y adolescentes? Yo, lector apasionado de cómic, eso mismo que conocí como tebeo, digo con Virgilio en su primera Geórgica: Hinc canere incipiam (Aquí comienza mi canto)

El problema radica en el sistema de valoración de la obra de arte. Ustedes saben que uno de los mayores negocios, en blanco y en negro hablando en términos de inspector de Hacienda, es la compra, venta, rapto, pérdida, adquisición, encargo, etc. de la obra de arte. Como no se puede comprar la Torre Eiffel, se compra un Van Gogh, que es más pequeño y cabe mejor en el salón. Eso no excluye que, tras la visita a París, se compre una reproducción de la Torre Eiffel. Un souvenir de Francia (La palabra souvenir, etimológicamente viene del latín sub y venire, que querría decir algo parecido a traer algo al presente desde los sótanos de la memoria. Como acaban de comprobar mis traducciones latinas no son demasiado fiables) Ustedes y yo tenemos un souvenir de algún sitio, pero no tiene más valor que el puramente sentimental, el de souvenir. Otra cosa es si poseemos un Van Gogh.


Volvamos al mundo del tebeo y a la pregunta sobre qué imposibilita a este arte su reconocimiento en las escuelas, universidades y otros sectores de la intelectualidad del momento. Voy a responder con una pregunta ¿Cuántas veces puede usted comprar, -no vale la respuesta ninguna porque no tengo el dinero suficiente-,Las señoritas de Avignon”, de Pablo Picasso? Supongamos que a usted no le sucede como al pintor malagueño, quien afirmó que no podía permitirse el lujo de tener un Picasso en su casa, supongamos que usted sí puede permitirse ese lujo; en este caso, solo podrá comprar dicho cuadro una vez. Solo existe un original. Se pueden adquirir miles de reproducciones de la obra, pero solo hay un original y ese es el que vale millones, ese es el que solo una élite puede permitirse el lujo de colgar en su salón. Este es el hilo de Ariadna que nos va a conducir a la salida del laberinto.

 Ahora bien, ¿Cuántos ejemplares puede comprar de Las siete bolas de cristal, de Tintín? Tantos como encuentre en el mercado. Creo que ya saben por dónde van los tiros. El valor de una obra de arte que se puede guardar en un salón, con independencia de su valor artístico, estriba en su carácter de único ejemplar de su especie. No tiene gemelo. “La fragua de Vulcano” de Velázquez, no tiene otra “Fragua de Vulcano” de Velázquez. Es la única “Fragua de Vulcano o la indiscreción” de Velázquez en todo el Universo. Como Yahveh ha de ser el único dios para el pueblo de Israel. Veremos más adelante como van coincidiendo estos dos caminos.



Otro ejemplo, tomemos como referencia el maravilloso manuscrito del “Libro de Kells”. Una obra de rara exquisitez realizada por monjes irlandeses a comienzos del siglo IX. El valor de un ejemplar autentico es incalculable. Entre otras cosas porque ejemplares auténticos solo existe uno. Pero si estos monjes hubiesen tenido una imprenta y realizado una edición numerada de 300 libros de Kells, -sigamos imaginando-, y solo quedasen 200 ejemplares ¿Su valor bajaría en el mercado? Indudablemente, sí. Tras este paseo por el mundo de lo maravilloso, volvamos al tebeo.

Cuando “Mauss” de Art Spiegelman, ganó el premio Pulitzer, a todos los amantes del tebeo nos dio un salto el corazón ¡Por primera vez un cómic ganaba un premio que estaba considerado por los intelectuales como dotado de un prestigio especial! Me apresuro a aclarar que el caso de “Mauss” fue una raya en el agua. Hasta la presente no ha habido más premios Pulitzer ni nada que se le parezca para un cómic. Todo lo más, algunas palmaditas en la espalda. Aunque se haya pagado una cifra astronómica por el boceto de una portada de Tintín. Pero por lo que se ha pagado la enorme cantidad no fue por la bellísima portada que realizó Hergé para “El loto azul”, sino porque era el boceto, único en su especie, de la portada que dibujó Hergé para “El loto azul”. Esto es muy importante.


El mundo antiguo no tenía esa concepción de lo único como elemento que otorga una importancia extremada a la obra de arte. En el mundo antiguo, -excepto las armas de Aquiles, pero estas fueron causa de disputa por su belleza, no olvidemos que el escudo es obra del propio dios Hefestos- la unicidad no era motivo de un aprecio especial. Tampoco lo fue durante la Edad Media. Ni siquiera a nivel personal. El individuo estaba sumido en el espíritu de colectividad y esto llevaba a que el objeto de arte no tuviese una consideración especial por ser único en su especie. Incluso las reliquias de los santos se multiplicaban sobre la misma reliquia y todo el mundo confiaba en el poder propedéutico de la copia.

Porque la idea de lo único no era un concepto claro en el mundo antiguo y medieval. Téngase en cuenta una cosa, hasta mediados del siglo X, el cero como símbolo de carencia absoluta, como un número más, no existía. Grecia, Roma y la alta Edad Media lo desconocían.  Al- Juarasiní importó este elemento aritmético, al parecer de la India, igual que la sandía, del que los antiguos sí es cierto que tenían una vaga idea, pero no un concepto definido. Sí existía el uno, pero incluso este uno podía fácilmente convertirse en dos o tres o cuatro o todo lo que hiciese falta. La pérdida absoluta no estaba en el imaginario de la colectividad. Todo sobreviene a partir del concepto de lo único que es imposible de copiar o reproducir. Lo único que es imposible de copiar o reproducir es Yahveh, el dios bíblico.

Cuando Moisés, allá por el siglo XII antes de Jesucristo, trajo a los israelitas el culto a un dios único, el pueblo elegido y aturdido tuvo que dar formar a un concepto insólito. La idea de un dios único era nueva para la humanidad. Todas las creencias religiosas anteriores a la aparición de Moisés habían formado panteones de dioses y diosas que ayudaban a comprender nuestro planeta y nuestra existencia. Aunque no es mi deseo entrar en esta materia, era tan extraña la figura de un dios único, que Yahveh no afirma ser el único dios, sino que quiere ser el único dios a quien Israel adore.

De hecho, la larga disputa entre Moisés y el faraón de Egipto para la salida del pueblo judío de la tierra del Nilo, y el consiguiente envío de las diez plagas que culminan con la terribilísima aparición del ángel exterminador, se debe a que “Yahveh endureció el corazón del faraón para mostrar su poder”. Es decir, Yahveh quiere medirse con los dioses egipcios y vencerlos. En la maravillosa película “Los diez mandamientos” de Cecil B. de MIlle, el faraón interpretado por Yul Brinner, lleva a su hijo muerto por el ángel exterminador ante uno de los dioses egipcios y le interpela para que demuestre que es más poderoso que Yahveh, devolviendo la vida al muchacho. Por supuesto, el ídolo ni dice ni hace nada.


La unicidad seguía siendo un concepto tan extraño que el cristianismo afirmó la existencia de un solo Dios verdadero ¡Con tres personas distintas! No es de extrañar, por tanto, que los musulmanes afirmaran, con muchas ganas de guasa, que jamás se debía tener a un cristiano como contable, pues para un cristiano tres es igual a uno. Finalmente, el islam eliminó cualquier otra presencia o manifestación divina junto a Dios.

Yahveh había conseguido al fin quedarse solo tras siglos de combate contra el concepto de lo múltiple como idea primaria en el hombre. Ahora la idea de lo único tomaba una notoriedad desaforada pues representaba la misma idea de Dios, Alfa y Omega de todas las cosas. Todas las cosas estaban representadas en lo único y este representaba a todas las cosas en un peligroso juego a punto de caer en el panteísmo. Las tres grandes religiones del Libro no se cansaban de exponer que la unicidad y la omnipotencia eran los atributos más importantes de la divinidad. A principios del siglo XIV, cuando Dante Alighieri termina su Divina Comedia, el proceso estaba ya en marcha, la prueba de esto es la individualización sin descanso que el poeta, sublime poeta, hace de las almas en el infierno. Luego, en el Paraíso, la individualidad se muestra con los bordes difusos. La promesa de un castigo o un premio post mortem necesitaba de una diferenciación. El más allá ya no era ese lugar oscuro y polvoriento por donde caminaban las almas sin rumbo fijo ni determinación alguna. Cada alma era personal e intransferible, además de irrepetible, como lo era el mismo Dios. Así que cada una tenía su premio o su castigo personal.

 La cultura occidental prerrenacentista construyó el puente que va desde el Carpe diem (Vive el momento) que aconsejaba con desesperación el divino Horacio o aquel “Collige, virgo, rosas”, (Coge niña las rosas… y después continúa el poema aconsejando que lo haga antes de que sea demasiado tarde), de Ausonio, a que todo esfuerzo se hiciera para conseguir el pasaporte para una vida eterna en el Más allá. La idea obsesiva de no desparecer como individualidad se fue gestando lentamente en el espíritu de occidente.



La idea del uno irreemplazable se instaló en las almas de los hombres. El hombre renacentista acentúa el espíritu de ser él y no otra cosa, como diría Unamuno, hasta la esperanza de verse en bronce cuando sus días terminaran. Justo en el momento del despegue de la individualidad como concepto para la posteridad, el arte se hace imprescindible a los ojos de los patricios de la época. Los banqueros italianos quieren tener un Botticelli colgado en su salón. Querían la belleza, pero no cualquier tipo de belleza, sino una que fuese privada y de solo uso para sí mismo. Una belleza que confería al propietario la oportunidad de mostrar su poder sobre la sociedad. Por eso el grabado, a pesar de su innegable belleza, tuvo menos consideración que el lienzo o el mural. Cualquier otro podía tener un grabado de Durero.

Entiéndase que no hablo de la obra de arte, sino de su valor en el mercado. Cuando vi en el museo del Prado “Los niños de la concha”, de Murillo, me temblaron las piernas y tuve que buscar un asiento. Había visto cientos de veces esta obra, pero ahora, delante del cuadro original, aquello era otra cosa muy distinta a todo lo que, siendo la misma imagen, había visto anteriormente. Existe realmente una energía desde el cuadro original hacia el espectador, que hace únicas en su especie a ciertas obras de arte. Y se comprende entonces porque Van Gogh es único.

La música no se podía tener en propiedad privada, tampoco la poesía, pero la escultura y sobre todo la pintura, sí. La batalla final quedó ganada cuando se pasó del mural al lienzo. El propietario, a veces un mecenas, se llevaba la obra consigo si cambiaba de domicilio. Y podía también contratar a algunos desalmados para que le robasen al vecino el Murillo que tenía en el dormitorio. Luego lo escondía en el sótano y solo él podía contemplar a Yahveh, porque solo hay un original de ese Murillo. Pobres cómics sin valor tirados en la calle y mojados por la lluvia, convertidos en papel inservible y luego en nada. Vosotros no sois hijos de Yahveh, sino de un dios menor.

miércoles, 17 de febrero de 2021

MUTATIS MUTANDIS

 



No sé cuándo mi ilusión fue mayor, si la primera vez que vi un títere o la primera vez que jugué con uno de ellos. De pequeño mis padres me llevaban en algunas ocasiones a ver las representaciones de los “títeres de cachiporra”. Aquello debía ser un espectáculo muy simple, un tinglado semejando una caja o una casa con una apertura frontal por donde deambulaban los títeres realizando su función y unos bancos corridos para que los niños se sentaran. Un argumento mínimo y una escenificación básica.

Algo muy simple, como debe ser. Ningún títere de cachiporra debe ser un objeto de diseño con un acabado primoroso. Un títere de cachiporra no puede ir en directo a un museo, antes debe ganarse el corazón de su auditorio.



Aquellos títeres, con su argumento simple, donde un personaje malvado se lleva algo del protagonista, la chica, el perro, una joya, y entonces el héroe, -en Málaga el inolvidable Peneque el valiente, pero en mis tiempos era Chacolín-, acude al rescate, preguntando a la chiquillería ¿Por dónde se ha ido el malvado? Y todos gritábamos con una voz tan potente como durante la Edad Media, gritaban los monjes de Cluny el canto gregoriano para salvar almas del Purgatorio, “por allíííííííí”, no pueden salir jamás de mi corazón. Su recuerdo permanece indeleble entre mis cosas queridas.

La cuestión era llegar al combate frontal donde los cachiporrazos se repartían entre el bueno y el malo. Finalmente, con el aplauso emocionado de aquel pueriauditorio (me acabo de inventar la palabra) y los gritos de admiración por la labor del héroe, Chacolín, -o Peneque en nuestros tiempos-, vencía al malvado, que por lo general era un tipo con bigote y mal encarado o un terrible lobo. Luego el héroe rescataba a la chica o recuperaba lo sustraído. A veces, ambas cosas.

De aquellas humildes puestas en escena, mire usted por donde, salió la obra que revolucionaría el teatro en Occidente. Evidentemente, estoy hablando de “Ubú rey”, la terrible obra de Alfred Jarry, estrenada en el Thëatre de L´Oeuvre, el 10 de diciembre de 1896. No es que Jarry se inspirara en los títeres de cachiporra, sino que el propio autor defiende que se debe representar con títeres. Jarry hizo una inversión del asunto y el protagonista era el malvado. El padre Ubú es la imagen un dictador sin un asomo de escrúpulo. Ubú rey había marcado un nuevo estilo, un camino distinto no sólo para el teatro.



Después de esta obra maestra, llegaría, casi cincuenta años más tarde, el teatro del absurdo con “La cantante calva” de Eugene Ionesco, también “Esperando a Godot” de Samuel Becket, y también, también, también, etc. etc. etc.

Por cierto, el primer taco o palabra mal sonante pronunciada en un escenario la dijo el padre Ubú, quien grita “¡Merdra!” (observen a la “r” intentando salvar los muebles de la moralina) en cuanto se descorre el telón. Gracias a esto, las películas estadounidenses de los últimos veinte años han podido cambiar la posibilidad de diálogos inteligentes por aluviones de tacos a cada cual más desagradable.

Creo que fue en Ubú rey donde por primera vez oí hablar de patafísica. Desde luego el inventor de semejante ciencia es Alfred Jarry. El doctor Faustroll, otro personaje de Jarry, es profesor de patafísica. Si la Metafísica es “aquello que está más allá de la física”, nombre que se debe a los libros de Aristóteles que se encontraban después de su tratado sobre la Física, el invento de Jarry, la patafísica, se descompone etimológicamente más o menos como “aquello que está alrededor de lo que está más allá de la física”



En realidad, se trata de la ciencia de soñar las soluciones imposibles, la unión de principios contrario y no recuerdo ya si se buscaba la triangulación del círculo, porque un buen patafísico jamás buscaría la cuadratura. Como yo siempre he tenido mi vena dedicada al absurdo, la patafísica, cada vez que me la encuentro por ahí, me divierte con sus cosas y me uno durante un tiempo a estos filósofos impresentables porque nadie admitirá ser presentado. Siempre he pensado que el gran sacerdote o el santo cuya imagen preside cualquier sesión de patafísica es Groucho Marx. Sus frases destilan todo el saber de esta ciencia arcana (en realidad, inventada a finalísimos del siglo XIX)

Patafísicos fueron André Bretón, Pablo Picasso, Marcel Duschamp, Eugene Ionesco y un buen número de personajes famosos y anónimos. En la canción de los Beatles “Maxwell´s Silver Hammer”, aparece Joan, una chica estudiante de patafísica que será la primera víctima, al menos en la canción, del terrible martillo de plata de Maxwell. Pero Joan es lo de menos, lo interesante es que McCartney también coqueteaba con la ciencia de Durmiendo se trabaja mejor, formen comités del sueño.



En el Mayo francés se solicitaba “Seamos realistas, pidamos lo imposible” o “la imaginación al poder”. Existe un hilo rojo, blanco, verde o del color que deseen, pero existe, entre Jarry y el Mayo francés. Tampoco el movimiento surrealista habría existido sin la patafísica, ni mucho menos el movimiento Dadá, el único realmente patafísico.

¡Miren a donde nos han llevado los títeres de cachiporra! Andando el camino, nos vamos asombrando de como un patito resulta ser el bisabuelo de un rinoceronte, animalito este a quien Marco Polo confundió con un unicornio. Resulta que no es tan imposible el efecto mariposa, ya saben, eso de que el aleteo de una mariposa en un lugar del mundo puede provocar un huracán en el otro lado.

Quizás, algún día, este que les escribe de vez en cuando no sepa cuantos fueron los años de soledad de Gabriel García Márquez, es muy posible que no recuerde que los poemas de la oficina son debidos al genio de Benedetti, pero nunca olvidaré a Chacolín. No puedo permitirme el lujo emocional de olvidarlo.


jueves, 21 de enero de 2021

MENTIRAS VENIALES

 


No me negarán que Beethoven, impone. Tiene el semblante adusto, imperioso, de verdades seguras. Me recuerda a su amigo Francisco de Goya. Veo la misma personalidad. Solo que en el maño esa firmeza de convicciones estaba más atemperada por los horrores que contempló en España durante la guerra contra los franceses. Horrores que dejó estampados en su soberbia colección de grabados titulados precisamente Los horrores de la guerra.

En Beethoven tenemos al artista cuya obra es un espejo de su espíritu y vida. Me gustan especialmente sus cuartetos porque tienen la fuerza de la verdad, la fuerza de un torrente que expande sus aguas por acantilados sombríos en ocasiones. El espíritu de su música no admite ambages, no existe una nota que pueda temblar dudando de su sitio en la composición. Todo es un caballo brioso que corre hacia un destino solo conocido por él. Y el oyente se ve obligado a galopar hacia insondables abismos sonoros.

Alguien me dijo en cierta ocasión que no le convencían demasiado las sinfonías de Beethoven. Entonces le aconsejé la audición de esas sinfonías dirigidas por Fürtwangler. A los pocos días me llamó mi amigo y me comentó que esto era otra cosa. Willhem Fütwangler tenía la rara habilidad de que sus orquestas ejecutaban exactamente lo que estaba escrito por el autor. Su integral de las sinfonías de Beethoven es de referencia.



Beethoven amaba al hombre, pero no lo quería a su lado. Y esto también se refleja en su música. En cuanto el oyente se intenta mezclar con el sonido, la composición le saca de su éxtasis y le vuelve a sentar en el sillón de espectador. Así que mi recomendación, si desean disfrutar de las sinfonías de Beethoven, es que no se dejen llevar por falsos espejismos de directores con un intenso marketing detrás.

Y es que la batuta puede cambiar completamente una obra musical. Una dirección conscientemente falsa puede mostrar una obra distinta a la que el oyente ha ido a escuchar. Una mala dirección, por falta de talento o de escrúpulos, puede interpretar otra cosa que no es la Pastoral, es decir la sexta sinfonía, sin variar una nota de la composición. Como un mal director de teatro puede engañar al público y mostrar un Lope de Vega que no tiene nada que ver con Lope de Vega, respetando cada palabra del texto ¡Cuántos profesionales del embuste artístico que no son más que farsantes mediocres aplaudidos por la crítica interesada o estúpida, viven gloriosamente de la mentira!

Beethoven odiaba la mentira hasta tal extremo que llegó a afirmar que ni por un imperio se debería mentir. Pero ya conocemos a Beethoven y su carácter un pelín extremo. Y que me perdone el genio de Bonn, pero en ocasiones, la mentira es necesaria.


-Pero ¿Qué me está usted diciendo tras haber escrito lo que más arriba he leído? -Dirá alguno de mis escasos, pero muy buenos lectores. No cuento nada nuevo si afirmo que no todas las mentiras tienen la misma entidad ni pertenecen al mismo mundo.

Hay un tipo de mentiras que refleja el rostro de un hada. Son aquellas mentiras que merecen ser verdad. Tienen un aire de pequeñas florecillas blancas que surgen con la escarcha de la aurora y están mustias antes del mediodía; pero mientras figuraron ser una flor ¡qué hermosas fueron! Hablo de la mentira de los enfermos que sienten una mejoría previa a la muerte inminente, del desenamorado conmovido mientras lee ese poema de Neruda que contiene el verso No la quiero, es cierto, pero cuánto la he querido, de la alegría que proporciona el vino al pesimista bien informado.

Tampoco son censurables las mentiras piadosas ¿Quién le dice a una madre que su hija es fea? No olvidemos que la verdad es también una forma de demostrar que cualquiera en cualquier momento puede ser un maleducado ¿Quién es tan desagradable que al abuelo que con toda ilusión enseña el cuadro, -por primera vez en su vida ha pintado un cuadro-, hecho en el hogar del jubilado, le niega que es digno de Da Vinci?


En ocasiones la mentira es necesaria para evitar que una posible calamidad sea una verdad en el futuro. El propio dios Krhisna aconseja en el gran poema épico hindú “Mahabaratta”, donde se narra la guerra entre los Pandavas y sus primos los Kuravas, emplear la mentira en un caso excepcional. Nadie puede acabar con la vida del gran guerrero llamado Drona. Ha causado miles de bajas entre el ejército de los Pandavas; entonces, para que pierda el deseo de vivir, le dicen sus enemigos que su hijo, Ashwathama, ha muerto en la batalla. Drona no lo cree. Solo si lo afirma Iudhisthira, quien nunca ha mentido, creerá que la noticia es cierta.

En un principio Iudhisthira se niega a mentir, aunque sea por la victoria de su causa, esto es por un reino y aquí retomamos la frase de Beethoven. Entonces interviene Krhisna. Matan a un elefante que se llamaba igual que el hijo de Drona, Ashawathama. Así, cuando el gran guerrero pregunta si su hijo ha muerto, Iudhisthira responde que Ashwathama, en realidad, el elefante, ha muerto. Drona cae en la trampa, abandona el deseo de vivir y un guerrero le corta de un tajo la cabeza. Una mentira necesaria para ganar un reino y terminar un periodo de caos.



Me divierten mucho aquellos que inventan historias que jamás les sucedieron o de las que jamás fueron testigos. En definitiva, un tipo de mentiroso que ni busca ni hace daño a nadie. No me gusta la mentira. Quiero decir la mentira que busca un interés en menoscabo de otra persona, pero me divierto con estos curiosos boleros que impelidos por un no sé qué inventan relatos que van desde la anécdota ocasional a una historia que puede durar horas.

Quizás el rey de estos patrañeros, y si no el rey uno de sus miembros más destacados, fue John of Mandelville, un inglés, médico de profesión, físico le lama el códice conservado en el Escorial, que viajó por el Mediterráneo griego, Tierra Santa y el mundo oriental y escribió “El livro de las maravillas del mundo”. Exquisito. Impagable. Delicioso.

Nos cuenta Mandelville que, en algunas zonas del planeta, y él las ha visitado, hay hombres que no tienen ojos ni boca, otros que llamaríamos canicéfalos, es decir con cabeza de perro, están los que tienen un solo pie, eso sí, enorme, también nos habla de la hija de Hipócrates, sí, el famoso médico griego que da nombre al juramento que hacían, ignoro si se sigue haciendo, los galenos al comenzar a ejercer la medicina “Lo que mis ojos vean y mis oídos escuchen, no lo dirá mi boca”. La hija de Hipócrates se había convertido en una dragona y allí estaba aún en su torre cuando Mandelville pasó, quiero recordar que por Creta, camino de Tierra Santa.


Para mi gusto, la más hermosa de las cosas increíbles que vio y cuenta Mandelville es el lago de las lágrimas. Se trata de un lago enorme que se formó con las lágrimas derramadas por Adán y Eva cuando fueron expulsados del Paraíso. Y a este lago van a parar todas las lágrimas derramadas en el mundo. Cuando alguien enjuga una lagrima piensa erróneamente que se ha quedado en su mano o en su manga; pero no es así, viaja solicita hasta llegar al lacrimógeno lago donde se une a sus compañeras. Solo por esto ya merece la pena la lectura de esta obra que fue un auténtico best seller a mediados del siglo XIV. Se hicieron multitud de copias en un tiempo donde aún faltaba siglo y pico para la invención de la imprenta.

Lo notable, como ustedes habrán supuesto, es que Mandelville jamás hizo viaje alguno. Entre otras cosas, y ahora viene lo bueno, porque John of Mandelville o Juan de Mandelvilla, como aparece en el códice del Escorial, jamás existió. No se puede ser un embustero más grande. No solo mi relato es mentira, sino que también yo soy una mentira. Alguien a mediados del siglo XIV, creó este maravilloso embuste y también le dio un nombre al patrañero que escribió esta magnífica obra de la que hoy tenemos una magnífica edición en español, anotada e ilustrada, gracias a la editorial Creación y a la labor del profesor José María Díaz Regañón.


En mi casa siempre se habló con admiración y cariño de dos personajes literarios que son embusteros compulsivos, uno de ellos es el maravilloso barón de Munchaussen, quien consigue salir de una ciénaga tirándose de su propia coleta o cabalgar sobre una bala de cañón. Tenía varios criados con curiosas cualidades. El otro embustero maravilloso es el nunca bastante alabado Doctor Flagg, creación de nuestro mejor autor de novelas cómicas, Enrique Jardiel Poncela. Flagg aparece por primera vez en “Amor se escribe sin H” y luego volvemos a encontrarlo en “La tournée de Dios”, donde el altísimo escucha divertido los embustes que Flagg, sin embarazo ninguno, se permite contarle al mismísimo Dios, que como ustedes saben es omnisciente.

Supongo que el noventa por ciento de los quince que leerán este artículo de mi blog, a estas alturas tienen una sonrisa dibujada en el rostro a cuenta de este pillastre de Mandelville ¿Ven cómo hay mentiras y mentiras? Las hay divertidas y las hay repugnantes.



La más repugnante es la calumnia. El peor de los pecados. Odio ese lado tenebroso de la mentira. A veces, ni siquiera se busca el interés; se vierte en los oídos de otro ese veneno en forma de palabras solo por el infame placer de calumniar a un inocente. Nadie mejor que Botticelli pintó esta infamia en “La calumnia de Apeles”. La señora que ven desnudita es la verdad elevando su dedo al cielo. Rossini hizo de la calumnia un aria excepcional que canta D. Bartolo en El barbero de Sevilla. La palabra diablo viene del griego diábolos, que se refiere a alguien que es un calumniador. Luego derivó en diablo, ser del infierno. No se pudo estar más acertado.

jueves, 24 de diciembre de 2020

HACIA BELÉN VA UNA BURRA...

 


Hace demasiado tiempo que no leo a Oscar Wilde. Es un buen amigo con quien gusto de conversar largamente. Su largo y maravilloso poema “La Esfinge”, me sigue sobrecogiendo como lo hizo con aquel muchacho de veinte años que era yo, la primera vez que leí el poema. Decía Borges, que Wilde no era el mejor de los escritores, pero sí el más encantador También dijo el argentino refiriéndose al irlandés que lo más asombroso de Wilde era que siempre tenía razón.

Mientras escribo esto he recordado que tengo las obras completas de Wilde en inglés. Así que será un buen regalo de reyes, buscar el ejemplar en mi biblioteca y releer algunas de sus obras. Nunca dejo de leer ese breve e intenso poema sobre la Anunciación. Porque, como Borges acaba de afirmar, Wilde tiene razón. El anuncio de la venida del Salvador al mundo, no se realiza mediante toda una parafernalia de fuegos de artificios celestiales, sino que es enviado Gabriel, quizás el más tímido y dulce de los arcángeles para anunciar a una muchacha adolescente, quizás María no tiene más de catorce años, que va a ser la madre de Dios.



Porque todo lo que se refiere al natalicio de Jesús está rodeado de humildad. Supongo que no les cuento nada nuevo. Como si Dios, ese mismo que ha creado un Universo que contiene miles de millones de estrellas, quisiera demostrar que lo importante es ser humilde, que no se menosprecie a nadie por su origen o nacimiento. Como gustaba de decir mi padre, hay un adagio, quizás andaluz que afirma que el Niño de Dios nació en un pesebre; donde menos se espera salta la liebre.

Y la continuación sigue llena de humildad. Incluso ya comenzamos con el “no juzgues, si no quieres ser juzgado”. San José duda de su esposa, pero, y esto se llama ser buena gente, ve que es una niña, que el castigo para la adúltera es la muerte por lapidación. San José entonces calla. Acepta lo que supone su vergüenza, silenciosamente, como el gran hombre que es ¡Cuántas veces se necesita de una grandeza de corazón para aceptar una humillación y así salvar una vida o una honra! Es en ese momento cuando San José se gana el llamarse “padre putativo de Jesús”. Por cierto, que este P. P. que se ponía en los murales o cuadros a los píes de San José, es lo que ha dado lugar a que todos los José sean Pepe.

La cuestión es que, sin saber muy a ciertas por qué, parten de la carpintería y se ponen en camino hacia Belén o algún lugar que no está claro. Belén, no era más que una pequeña población, sin importancia alguna. No era Jerusalén, ni siquiera Nazaret, era un lugar pequeñito, quizás acogedor, pero pequeñito. Allí va a nacer el Mesías. No en la Roma, señora de pueblos, ni en la Atenas, gloria de la cultura, tampoco en Persépolis, fundada por Darío el Grande, capital del poderoso imperio persa.



¿No se tiene la impresión de que a Belén, a la posada donde acaba de nacer el Mesías, no se llega de cualquier forma ni con cualquier vestidura? Tengo la impresión de que para llegar a Belén a visitar al Niño, hay que ir o a píe o en un burrito sabanero. No se puede cabalgar en un lujoso corcel ricamente enjaezado. En este último caso me parece que jinete y cabalgadura sufrieran ese camino que relataba Lorca sobre Córdoba, lejana y mora, afirmando que aunque supiera todos los caminos nunca llegaría a Córdoba. También Lord Dunsaney contó en uno de sus relatos de unos guerreros que buscaban la ciudad de Carcasona durante toda su vida, como buscaron el Santo Grial los guerreros de Arturo de Bretaña.

Y me parece que tampoco se puede ir vestido de cualquier forma, no se puede acudir con ricas vestiduras de terciopelo o seda milanesa o china. Hay que llevar una pelliza de cabra o de oveja, que eso es lo que le gusta a la familia que ha encontrado refugio en un pesebre. Donde una mula y un buey, mire usted que dos animales, habiendo regios leones, tigres aristocráticos, panteras de piel casi azulada, majestuosos elefantes, mire usted que una mula y un buey. No me extraña que solo se acerquen pastores y otras gentes humildes.

También se han acercado tres magos, a los que Beda el Venerable, que vivió entre los siglos VII y VIII, hará reyes, pero visto lo visto ya sabemos que ciertos personajes no habrían llegado jamás al pesebre. Así que en lugar de reyes, estos magos es posible que no fueran más que ilusionistas, de esos que sacan una paloma de la chistera, y que fueron, no llevando incienso, oro ni mirra ¿de dónde iban a sacar ellos semejantes cosas? sino algún truco desusado donde surgía un ramo de flores de un zurrón remendado.

¡Qué quieren que les diga! Ese es mi Dios. El de los humildes. El que nace en un pesebre y luego en la cruz, pide perdón para los que le han crucificado. El que detesta la violencia, el que predica que nada hay más fuerte ni poderoso que el amor. No digo yo que Jesús sea el hijo de Dios, tampoco lo afirmaba él, pero sí digo que si hay votaciones, cuenta con mi voto.


jueves, 19 de noviembre de 2020

LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ

 


Creo que no hace mucho hice referencia a la frase escrita en el frontispicio del templo de Delfos “Conócete a ti mismo”. Estarán de acuerdo conmigo que el consejo es excelente.  El comienzo de la sabiduría tiene uno de sus puntos de partida en seguir esta propuesta. Y lo comento para ustedes porque yo soy uno de esos que adoran la civilización grecorromana y encuentra en ella un venero inagotable de conocimientos. 

También soy de esos que piensan que la sabiduría popular no tiene nada que envidiar a la sabiduría formada en una mente tras arduos años de investigación o un momento de sublime inspiración. Y viceversa. Ese amor a la sabiduría popular me ha llevado a buscar esas frases que desde la antigüedad llegan hasta nuestros días, aconsejándonos de continuo en base a la experiencia. Si 50.000.000 de fans de Elvis, no pueden estar equivocados, no es menos cierto, que milenios de transmisión de un consejo también tiene pinta de ser fiable.

Pero la cosa, la cuestión es que el hombre no se fía ni de si mismo. El cristianismo nos ha enseñado a confiar en un Dios justo y providencial, pero los antiguos grecorromanos, ¡no digamos las civilizaciones del cercano oriente!, no las tenían todas consigo respecto a sus múltiples dioses. Les suponían con todos los defectos que poseen los humanos y además con una mayor capacidad de ejercerlos. Estos dioses eran lascivos, embusteros, envidiosos, vengativos, caprichosos y bastante volubles. Siempre sujetos al avatar del destino.



 No es de extrañar, por tanto, que alguien que se sentía dichoso procurara que los dioses no se enterasen de su completa felicidad, no fuera que sintieran celos y le acarreasen alguna desgracia. Por ello decía Esquilo en no recuerdo qué tragedia, Nadie se considere feliz hasta que no vea el último de sus días.  O esa escandalosa aseveración que lanza Heródoto, como ustedes saben considerado el padre de la Historia, era necesario que un mal le sucediese a Candaules, rey de Lidia, a quien los dioses contemplarían demasiado feliz en su trono. De aquí al pesimismo de Albert Camus, solo dista un paso y un montón de siglos.

En esta época tan consumista como cualquier otra, pero con la diferencia de que existe una capacidad de compra y de venta como jamás soñara el más soñador de los mercaderes venecianos, el hombre busca comprar la felicidad a cualquier precio. No importa que la Idea de felicidad haya sufrido una considerable inflación en los últimos siglos. El hombre necesita ser feliz ahora más que nunca.  Pero ¿realmente lo necesita de una forma vital o es un capricho de los tiempos industrializados? ¿Es una pretensión que surge de la revolución industrial igual que las novelas de Dickens?

El concepto de felicidad debiera ser distinto al de conseguir objetivos, sentirse satisfecho o el éxito en lo acometido. Esa es una felicidad de la sociedad de consumo, bastante ajena a la felicidad del cuento de la camisa del hombre feliz. Es indudable que cuando se compra algo que largo tiempo hemos deseado, existe una sensación de andar por las nubes, de haberse tomado dos copas. No lo niego y mucho menos lo critico. Yo soy uno de esos que a veces sale de la tienda con una sonrisa de lado a lado y una bolsa en la mano.


Ese curioso monje alemán, Anselm Grum, de quien quiero recordar que ya he hablado en alguna ocasión y de quien tanto y con tanta sabiduría me ha hablado mi amigo Diego, afirma que la verdadera felicidad tiene que surgir desde el interior de la persona. Toda felicidad que viene desde el exterior es un postizo, un añadido, feliz, sí, pero añadido a la existencia. Y como todo postizo es factible de sustituir o perder. Pero lo importante no es perder el postizo, sino la perspectiva de lo eventual que es todo lo que llega desde el exterior.

Aquella frase que decía el bíblico Santo Job, verdadero estoico avant la lettre: El Señor me lo dio, el Señor me lo quito. Bendito sea el Señor, es la imagen del desapego a todo lo terrenal. Job es un preludio o un contemporáneo, cualquiera sabe, de aquel Diógenes que vivía en un barril y cuya única posesión, aparte de un barril, era un cuenco para coger el agua. Un día que Diógenes vio a un hombre recogiendo el agua con las palmas de sus manos, nuestro estoico arrojó lejos de sí el cuenco. Por cierto, me llama la atención que la enfermedad consistente en acumular cosas, especialmente basura, reciba el nombre de “Síndrome de Diógenes”, cuando este hombre fue todo lo contrario.



Así que la felicidad no se trata de un elemento que hay que buscar o acumular como si fuésemos banqueros suizos cuyos billetes son intercambiables por un estado de bienestar. La cuestión de ser feliz es una materia muy delicada y como no tengo intención de cerrar este blog, me dejo para otro artículo buscar una definición de qué es la felicidad. Pero, si quiero dejar constancia de esa sabiduría popular que llevó a Job y a Diógenes a menospreciar todo lo que no surgiera desde la profunda verdad de cada uno de ellos. Antes hice referencia al cuento de la camisa del hombre feliz, como ustedes recordarán el cuento narra la historia de un sultán dispuesto a pagar una cantidad desmesurada de dinero por la camisa de un hombre realmente feliz. Pero, para sorpresa de todos, cuando, tras muchas pesquisas y años, encontraron a este hombre, ni siquiera tenía camisa.

Juan de Mal Lara (1524- 1571) dedicó una insólita y magnífica obra titulada “philosophia vulgar”, a la sapiencia contenida en el refranero español. Ahora no recuerdo quien dijo que España había dejado su filosofía en pequeñas gotas, y no enormes libros, y esas pequeñas gotas era el refranero popular. A pesar de que nuestros gobernantes y algunos personajillos indecentes se empeñen en evitarlo, España me sigue pareciendo un país donde la gente es aproximadamente feliz. En ocasiones vamos sin camisas.

miércoles, 28 de octubre de 2020

LA NOCHE DE LOS BAOBABS

 


Dice el salmo XIV, Dixit insipiens in corde suo: non est Deus. Lo cual traducido macarrónicamente al español significa, “Dice el insensato a su corazón: Dios no existe”. Un insensato es aquel que niega lo evidente. Este hermoso salmo bíblico, que sirvió a San Anselmo de Canterbury para desarrollar su argumento ontológico sobre la existencia de Dios, califica de insensato a aquel que niega la existencia de Dios ¿Por qué insensato y no loco? Porque el loco cae por un precipicio debido a que no lo ve, el insensato cae porque se pasea por los bordes y finalmente, como era de esperar, resbala y muere.

La insensatez y lo estúpido son hermanos gemelos. El insensato ve el peligro y no lo saborea, -ese es otro tipo de elemento humano-, sino que no le hace cuenta, piensa que no va con él, el peligro está destinado a otro. El insensato puede pasar por debajo de una escalera porque el bote de pintura caerá sobre la cabeza de otro; cuando finalmente el bote de pintura cae sobre su cabeza y hombros, el insensato adquiere además el estatus de estúpido. Podríamos también diferenciar entre un estúpido y un imbécil, aquel es quien supone, por su arrogancia, que no le va a pasar nada, el otro, el imbécil, sencillamente no es arrogante, sólo imbécil.

Mi amiga Gertru, que es todo lo contrario de lo anteriormente descrito, una persona inteligente y dotada de una prudencia admirable, me envió el otro día un artículo sobre la muerte de los baobabs en África. De los veinte árboles milenarios que de esta especie quedaban en el continente negro, seis de los más antiguos están muertos. Son gigantes muertos y su necrosis ha sido descubierta a raíz del estudio que en estos árboles iban a realizar unos botánicos. Nadie se había percatado de que estos gigantes arbóreos estaban muertos. Se han ido en silencio, sin una queja, sin una muestra de dolor, sin una rama caída. Se han ido quizás con el desprecio hacia una especie que, además de propiciar la destrucción de la vida en el planeta, bien puede ser catalogada como insensata y estúpida.

Una leyenda africana asegura que los baobabs eran unos árboles muy hermosos, pero su orgullo, el inefable orgullo de la belleza, causó la ira de los dioses; como castigo, los celestiales pusieron bocabajo a los orgullosos baobabs. La soberbia solo sirve para poner una máscara delante de los ojos. El que piensa que su visión es superior a la de los demás, termina ciego y cree que lo que le susurran en los oídos es lo que está viendo. La estupidez, hermana de la arrogancia, que dirían los griegos tan aficionados ellos a crear lazos familiares entre sentimientos e ideas, se apodera del corazón de los arrogantes. Entonces, cuando se llega a ese punto, solo se lanzan grandes frases, muchas de ellas realmente inspiradas, que solo sirven para una satisfacción personal.



Lo curioso es que las grandes frases parecen dar carta de crédito a las grandes estupideces. Pero volvamos a la insensatez y su arrogancia. Preguntados los científicos por la causa de la muerte de los baobabs, estos no tienen respuesta. Tampoco se tuvo para el suicidio colectivo de manadas de delfines hace años. Como no tenemos respuesta a la pregunta de por qué se permite la caza de las ballenas o por qué el espacio vital de los tigres de Sumatra ha sido eliminado. Cuando Caín mata a Abel, Jehová le pregunta ¿Dónde está tu hermano? Caín responde: No lo sé ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?

Todas las especies que vivimos en el planeta Tierra somos hermanos pues descendemos del mismo origen, una célula surgida por una causalidad o casualidad tan inmensa como tirar al aire una caja de palillos de dientes y que al caer se forme una réplica de La torre Eiffel, según el malogrado científico Carl Sagan. La extinción de una especie es una tragedia repetida dentro del marco común de la vida. El fin de los grandes dinosaurios es un grandioso ejemplo de ello. Pero la vida se regeneraba porque tenía todos los componentes para hacerlo. 




No es una tragedia especial el fin de una especie, como puede serlo el de las jirafas, las cuales están también en riesgo, pero sí lo es que ninguna otra especie ocupe el lugar de la que desparece. Se puede hacer el imbécil extinguiendo a los Dodos, esos pájaros carismáticos que ya solo existen en el cuento de Alicia en el país de las maravillas, pero no se puede hacer el cretino destruyendo el hábitat donde se vive. Porque no hay otro. Los seres vivos del planeta Tierra, sólo pueden vivir en el planeta Tierra. Esas visiones futuristas y alegres de individuos emigrando a otros planetas, hoy por hoy, en el momento de escribir esto, podríamos calificarla de Ciencia- ficción sin base científica. Tiene la misma credibilidad que Noé guardando una pareja de cada especie animal en el arca.

Recuerdo cuando era pequeño haber escuchado la pregunta ¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos? Y esa pregunta cada vez va perdiendo valor porque ya no se trata del lugar donde vivirán nuestros descendientes, sino de la propia supervivencia de la vida en el planeta. Una destrucción en progresión aritmética ejecutada por nuestra especie, una especie poseída por una arrogancia y estupidez insoportable. Como si el diablo hubiese ganado el alma del hombre. Todos sabemos el daño irreparable que, por poner un ejemplo, está haciendo el plástico, pero el insensato sigue produciendo miles de toneladas de plástico a diario.

El día que mi especie esté muerta, definitivamente muerta, hasta el último representante, yo también lo estaré para siempre. No habrá un cromosoma que me continúe. Y me sobrevivirán las cucarachas, las ratas, y muy especialmente las tardigradas, esos animalitos diminutos, feos como ellos solos, pero los más capaces de sobrevivir a todo. Y las tardigradas, que como ya he comentado son feas como ellas solas, se mearan sobre mis huesos insepultos. Los huesos del pretendido rey de la creación. Los huesos de la supuesta especie hecha a imagen y semejanza de Dios. Los huesos de un insensato.