martes, 10 de marzo de 2020

METAMORFOSIS CON JOHN CAGE AL PIANO


De pequeño, y todavía hoy, es para mí sobrecogedor, misterioso, casi místico, la transformación de un gusano de seda en mariposa. Ese esconderse dentro de un capullo y aparecer bajo otra forma absolutamente distinta, como una damisela tímida que se oculta detrás de un biombo y aparece luego arrebatadora, irresistible.
Particularmente, en mi niñez, y en menor grado hoy pero aún se mantiene el sentimiento, me parecían ligeramente repugnantes aquellas orugas, pero aún más repugnantes las cosas aladas de color blanco grisáceo que salían de los capullos. Aquellas mariposas no tenían nada que ver con los hermosos dibujos de lepidópteros en cuya belleza la naturaleza se había recreado.
De todas formas, yo cuidaba a aquellas pequeñas cositas y les ponía sus hojas de morera que cogía de los árboles o incluso compraba en tiendas. Quitaba la tapadera de la caja de cartón que antes había servido para guardar unos zapatos y miraba como aquellos gusanos blancos con bocas negras se movían con un contoneo de bailarina persa en una película del Hollywood de los años sesenta. Ahora sé que lo que me fascinaba era la transformación que iba a experimentar el gusano.
Lo que más me gustaba era el capullo. Con ese capullo se hacía la seda. Años después leí que el secreto de la seda fue tan celosamente guardado en China que estaba condenado con la pena de muerte revelar el secreto de la seda y no sé qué atrocidad se ejecutaría sobre aquel que intentara sacar a los gusanos de China. Cuenta una leyenda que dos individuos, extranjeros y supongo que con más amor al dinero que a la vida, sacaron algunos capullos de China, escondidos en unas cañas. Así llegó el productor de la seda a Europa.
El hecho de que, según la mitología griega, eones antes Prometeo utilizase el mismo artilugio (una caña) para esconder el fuego de Zeus y dárselo a los desvalidos humanos, me hace sospechar de la veracidad de esta hermosa leyenda sobre el transporte de los capullos de seda a Europa. Aunque también pudo servir de inspiración para el audaz transporte el mito de Prometeo.
Así que la palabra “metamorfosis” ha estado siempre asociada a mi vida y supongo que a la de mucha gente, sobre todo a aquellos que en nuestra niñez nos dedicamos al cuidado de los gusanitos que luego se transformaban en mariposas, y cuyos capullos, por cierto, jamás dieron ni un milímetro de seda.
Andaba yo despreocupado de estas cosas, cuando el otro día me tropecé con una composición magnífica: “Metamorphosis” de John Cage. Debo decir que a Cage como compositor le había dado algunas oportunidades, pero siempre terminaba aburriéndome. No me enganchaba.
La cuestión fundamental es por qué le seguía dando oportunidades. Aunque no fueran muchas las ocasiones, -tampoco tengo mi vena masoquista tan extendida, - existieron esas audiciones de la obra del compositor estadounidense y pasé alguna parte del poco tiempo que tenemos los mortales, dedicado a escuchar a John Cage ¿Por qué? Hubiese sido más fácil dar carpetazo al asunto.
En ocasiones la transformación soy yo. No es el otro, soy yo quien se transforma debido a que algo en mí se ha estado incubando, como una gripe antes de que aparezca la fiebre o cualquier otro síntoma. Hay algo que me reclama, que me impulsa a seguir intentando acceder a un mundo que no me atrae, según parece, pero del que evidentemente no me siento completamente ajeno. Y un día todo cambia.
Lo que hasta ayer era plomizo o inexplicable, se torna en algo diáfano, motivador, en una calle familiar, un gesto reconocible, una fragancia de otros tiempos. Así pasó con la música de John Cage, a raíz de escuchar “Metamorphosis.” Luego escuché sus “Estudios” y aquello sonaba a una música que me hablaba en el mismo lenguaje que yo hablo. Nos comprendíamos, formamos parte del mismo Universo.

Exactamente igual que años atrás había sucedido con Juan Sebastián Bach y sus conciertos para violín. Recuerdo que con Bach yo había tenido siempre mis reticencias. Todo el mundo me hablaba de la increíble música de Bach. Especialmente los músicos profesionales o de talento (no siempre van unidas las dos cosas). Y escuchaba la obra de J. S. Bach, pero había algo que aún me faltaba, algo que no le pedía a los demás, a Haendel, a Teleman, Vilvaldi, y un largo etcétera barroco.
Necesitaba ese algo que ni yo mismo aún hoy día tengo claro qué es. Pero estaba y está. Con los demás admiraba sus composiciones, las aplaudía, vibraba con ellas. Pero en ese mismo rango no me sentía en paz con Bach. Esto lo supe mucho tiempo después, cuando me puse a meditar sobre qué había sucedido.
Así andaban las cosas, pero un día escuché sus conciertos para violín (y es posible que los hubiese escuchado en otras ocasiones) ¡Ahí estaba él! ¡Más allá del bien y del mal! Más allá de cualquier concepto de civilización, de cualquier forma establecida, más allá del propio Bach, estaba su música, sonando en un momento eterno, en un segundo que no cesa. Los demás eran fantásticos, genios, pero a Bach le pedía más, porque sabía que había más.
En realidad, nunca se lo pedí a la obra del kantor, si no a mi mismo. Bach había puesto todo en mi mano, tenía que ser yo quien tuviese la capacidad de descubrirlo; pero por mí mismo, no por las opiniones de críticos, artistas o “Tú también puedes saber de música.” Por eso seguía escuchando a Bach, por eso seguía escuchando a Cage, por eso sigo leyendo a San Juan de la Cruz. Hay algo más que lo que yo encontraba entonces, aún hoy sé que hay mucho mas de lo que encuentro. Pero por encima de los sentidos naturales, esos cinco famosos, como los dedos de la mano, está esa cosa atávica llamada “instinto” que te invita a perseverar en la búsqueda, a cuidar orugas para que sea posible la metamorfosis en mariposa.
 Kavafis decía en su poema “Itaca” pide que tu viaje sea largo. Ese es mi deseo, seguir encontrando la belleza, aunque sea en el capullo de una oruga fea que nunca procurará un kimono de lujo.

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