De pequeño, y todavía hoy, es para mí
sobrecogedor, misterioso, casi místico, la transformación de un gusano de seda
en mariposa. Ese esconderse dentro de un capullo y aparecer bajo otra forma
absolutamente distinta, como una damisela tímida que se oculta detrás de un
biombo y aparece luego arrebatadora, irresistible.
Particularmente, en mi niñez, y en menor grado
hoy pero aún se mantiene el sentimiento, me parecían ligeramente repugnantes
aquellas orugas, pero aún más repugnantes las cosas aladas de color blanco
grisáceo que salían de los capullos. Aquellas mariposas no tenían nada que ver
con los hermosos dibujos de lepidópteros en cuya belleza la naturaleza se había
recreado.
De todas formas, yo cuidaba a aquellas pequeñas
cositas y les ponía sus hojas de morera que cogía de los árboles o incluso
compraba en tiendas. Quitaba la tapadera de la caja de cartón que antes había
servido para guardar unos zapatos y miraba como aquellos gusanos blancos con
bocas negras se movían con un contoneo de bailarina persa en una película del
Hollywood de los años sesenta. Ahora sé que lo que me fascinaba era la
transformación que iba a experimentar el gusano.
Lo que más me gustaba era el capullo. Con ese
capullo se hacía la seda. Años después leí que el secreto de la seda fue tan
celosamente guardado en China que estaba condenado con la pena de muerte revelar
el secreto de la seda y no sé qué atrocidad se ejecutaría sobre aquel que
intentara sacar a los gusanos de China. Cuenta una leyenda que dos individuos,
extranjeros y supongo que con más amor al dinero que a la vida, sacaron algunos
capullos de China, escondidos en unas cañas. Así llegó el productor de la seda
a Europa.
El hecho de que, según la mitología griega, eones
antes Prometeo utilizase el mismo artilugio (una caña) para esconder el fuego
de Zeus y dárselo a los desvalidos humanos, me hace sospechar de la veracidad
de esta hermosa leyenda sobre el transporte de los capullos de seda a Europa.
Aunque también pudo servir de inspiración para el audaz transporte el mito de
Prometeo.
Así que la palabra “metamorfosis” ha estado
siempre asociada a mi vida y supongo que a la de mucha gente, sobre todo a
aquellos que en nuestra niñez nos dedicamos al cuidado de los gusanitos que
luego se transformaban en mariposas, y cuyos capullos, por cierto, jamás dieron
ni un milímetro de seda.
Andaba yo despreocupado de estas cosas, cuando el
otro día me tropecé con una composición magnífica: “Metamorphosis” de John Cage.
Debo decir que a Cage como compositor le había dado algunas oportunidades, pero
siempre terminaba aburriéndome. No me enganchaba.
La cuestión fundamental es por qué le seguía
dando oportunidades. Aunque no fueran muchas las ocasiones, -tampoco tengo mi
vena masoquista tan extendida, - existieron esas audiciones de la obra del
compositor estadounidense y pasé alguna parte del poco tiempo que tenemos los
mortales, dedicado a escuchar a John Cage ¿Por qué? Hubiese sido más fácil dar
carpetazo al asunto.
En ocasiones la transformación soy yo. No es el
otro, soy yo quien se transforma debido a que algo en mí se ha estado
incubando, como una gripe antes de que aparezca la fiebre o cualquier otro
síntoma. Hay algo que me reclama, que me impulsa a seguir intentando acceder a
un mundo que no me atrae, según parece, pero del que evidentemente no me siento
completamente ajeno. Y un día todo cambia.
Lo que hasta ayer era plomizo o inexplicable, se
torna en algo diáfano, motivador, en una calle familiar, un gesto reconocible,
una fragancia de otros tiempos. Así pasó con la música de John Cage, a raíz de
escuchar “Metamorphosis.” Luego escuché sus “Estudios” y aquello sonaba a una
música que me hablaba en el mismo lenguaje que yo hablo. Nos comprendíamos,
formamos parte del mismo Universo.
Necesitaba ese algo que ni yo mismo aún hoy día
tengo claro qué es. Pero estaba y está. Con los demás admiraba sus
composiciones, las aplaudía, vibraba con ellas. Pero en ese mismo rango no me
sentía en paz con Bach. Esto lo supe mucho tiempo después, cuando me puse a
meditar sobre qué había sucedido.
Así andaban las cosas, pero un día escuché sus
conciertos para violín (y es posible que los hubiese escuchado en otras
ocasiones) ¡Ahí estaba él! ¡Más allá del bien y del mal! Más allá de cualquier
concepto de civilización, de cualquier forma establecida, más allá del propio
Bach, estaba su música, sonando en un momento eterno, en un segundo que no
cesa. Los demás eran fantásticos, genios, pero a Bach le pedía más, porque
sabía que había más.
En realidad, nunca se lo pedí a la obra del
kantor, si no a mi mismo. Bach había puesto todo en mi mano, tenía que ser yo
quien tuviese la capacidad de descubrirlo; pero por mí mismo, no por las
opiniones de críticos, artistas o “Tú también puedes saber de música.” Por eso
seguía escuchando a Bach, por eso seguía escuchando a Cage, por eso sigo
leyendo a San Juan de la Cruz. Hay algo más que lo que yo encontraba entonces,
aún hoy sé que hay mucho mas de lo que encuentro. Pero por encima de los sentidos
naturales, esos cinco famosos, como los dedos de la mano, está esa cosa atávica
llamada “instinto” que te invita a perseverar en la búsqueda, a cuidar orugas
para que sea posible la metamorfosis en mariposa.
Kavafis
decía en su poema “Itaca” pide que tu viaje sea largo. Ese es mi deseo, seguir
encontrando la belleza, aunque sea en el capullo de una oruga fea que nunca
procurará un kimono de lujo.
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