jueves, 5 de marzo de 2020

POR UN PUÑADO DE LENTEJAS



Días atrás, intentando ponerme al corriente en estas cosas utilitarias que se llevan en el móvil, tales como el traductor simultaneo, el lector de códigos QR, el alquilador de patinetes eléctricos, etc., me colé en una página, merced a la publicidad del lector QR, maldito engañador, para hacer negocios con el bitcoin.
Hubo la suerte de que tras varios mensajes invitándome a participar en la fiesta, la empresa de turno se debió percatar que a mí lo del bitcoin, esas monedas que no son monedas, no me interesa demasiado. No es que sea un romántico que está mirando al pasado, lo cual es una forma como otra cualquiera de buscarse una buena torticolis, sino que ya lo he visto antes y los negocios no me interesan.
Aunque tengo que reconocer que algunos sustitutos del dinero en efectivo son sencillamente geniales, como es la tarjeta de crédito.

El éxito de la tarjeta de crédito según cuentan los entendidos en geometría, esa ciencia apasionante que tanto debe a Euclides, reside en su diseño, posee lo que se conoce como “la proporción áurea,” la misma que tiene la Vía Láctea, la última Cena de Da Vinci, la concha de algunos moluscos o mi penúltima puesta en escena para el teatro, “La Ciudad” de la dramaturga griega Loula Anagnostaki. La proporción áurea es un rectángulo donde el número Phi (por Fidias, el escultor) tiene un carácter de primera importancia y parece que todo resulta más agradable si sus proporciones están presentes. No lo pongo en duda. El éxito lo avala.

Pero antes de la tarjeta de crédito, existió el crédito de la palabra o de la amistad. Ignoro qué proporción tenía, pero como se trataba de confianza y cariño entre las personas, quizás también era un rectángulo con Fidias por medio.
El mecanismo era muy sencillo y paso a explicarlo: me decía mi madre, “llégate a la tienda de Anita y dile que te venda un kilo de lentejas, que ya iré yo luego y se lo pagaré.” Con este salvoconducto o tarjeta de amistad y confianza entraba yo en la tienda de Anita, ese yo podía tener entonces ocho o diez años, le decía a Anita lo que mi madre me había encargado, Anita cogía de un saco de lentejas a granel una proporción no áurea, sino de un kilo de lentejas y me lo echaba en un cartucho de papel.
No existían en Málaga, o yo no los conocía, los grandes almacenes, los ultramarinos gigantescos, que ahora tienen nombres que procuran disimular que se trata de la tienda de Anita a niveles mastodónticos, pero sin el crédito de amistad y confianza. Hay, eso sí, otros créditos, pero estos están basados en algo muy distinto, y a veces radicalmente opuesto, a la confianza.
En ocasiones, al pago en efectivo Anita no tenía para darme el cambio, generalmente muy poca cosa. Entonces me entregaba como resto, uno o dos caramelos o una carterilla de azafrán, invariablemente marca El Aeroplano. Recuerdo mi decepción cuando este bitcoin popular era la carterilla de azafrán y no el caramelo.
Así que cuando me hablan de monedas que no existen o sus sustitutos, viene a mi memoria el viejo axioma que afirma que no hay nada nuevo bajo el sol. Por mucho que las nuevas tecnologías se empeñen en vendernos otra cosa 

¿Saben que excepto tres o cuatro, todas las herramientas manuales que están en su caja de bricolage fueron inventadas durante la prehistoria? Pues eso.



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