Días
atrás, intentando ponerme al corriente en estas cosas utilitarias que se llevan
en el móvil, tales como el traductor simultaneo, el lector de códigos QR, el alquilador
de patinetes eléctricos, etc., me colé en una página, merced a la publicidad
del lector QR, maldito engañador, para hacer negocios con el bitcoin.
Hubo
la suerte de que tras varios mensajes invitándome a participar en la fiesta, la
empresa de turno se debió percatar que a mí lo del bitcoin, esas monedas que no
son monedas, no me interesa demasiado. No es que sea un romántico que está
mirando al pasado, lo cual es una forma como otra cualquiera de buscarse una buena
torticolis, sino que ya lo he visto antes y los negocios no me interesan.
Aunque
tengo que reconocer que algunos sustitutos del dinero en efectivo son
sencillamente geniales, como es la tarjeta de crédito.
El
éxito de la tarjeta de crédito según cuentan los entendidos en geometría, esa
ciencia apasionante que tanto debe a Euclides, reside en su diseño, posee lo
que se conoce como “la proporción áurea,” la misma que tiene la Vía Láctea, la
última Cena de Da Vinci, la concha de algunos moluscos o mi penúltima puesta en
escena para el teatro, “La Ciudad” de la dramaturga griega Loula Anagnostaki.
La proporción áurea es un rectángulo donde el número Phi (por Fidias, el escultor)
tiene un carácter de primera importancia y parece que todo resulta más
agradable si sus proporciones están presentes. No lo pongo en duda. El éxito lo avala.
Pero
antes de la tarjeta de crédito, existió el crédito de la palabra o de la
amistad. Ignoro qué proporción tenía, pero como se trataba de confianza y
cariño entre las personas, quizás también era un rectángulo con Fidias por
medio.
El
mecanismo era muy sencillo y paso a explicarlo: me decía mi madre, “llégate a
la tienda de Anita y dile que te venda un kilo de lentejas, que ya iré yo luego
y se lo pagaré.” Con este salvoconducto o tarjeta de amistad y confianza
entraba yo en la tienda de Anita, ese yo podía tener entonces ocho o diez años,
le decía a Anita lo que mi madre me había encargado, Anita cogía de un saco de
lentejas a granel una proporción no áurea, sino de un kilo de lentejas y me lo
echaba en un cartucho de papel.
No
existían en Málaga, o yo no los conocía, los grandes almacenes, los ultramarinos
gigantescos, que ahora tienen nombres que procuran disimular que se trata de la
tienda de Anita a niveles mastodónticos, pero sin el crédito de amistad y
confianza. Hay, eso sí, otros créditos, pero estos están basados en algo muy
distinto, y a veces radicalmente opuesto, a la confianza.
En
ocasiones, al pago en efectivo Anita no tenía para darme el cambio,
generalmente muy poca cosa. Entonces me entregaba como resto, uno o dos
caramelos o una carterilla de azafrán, invariablemente marca El Aeroplano.
Recuerdo mi decepción cuando este bitcoin popular era la carterilla de azafrán
y no el caramelo.
Así
que cuando me hablan de monedas que no existen o sus sustitutos, viene a mi
memoria el viejo axioma que afirma que no hay nada nuevo bajo el sol. Por mucho
que las nuevas tecnologías se empeñen en vendernos otra cosa
¿Saben que excepto
tres o cuatro, todas las herramientas manuales que están en su caja de
bricolage fueron inventadas durante la prehistoria? Pues eso.
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