Leo
que la uva moscatel, esa misma que da la exquisita pasa y ese vino Málaga al
que era tan aficionado D´artagnan, recibe su nombre por su sabor a mosquete o
rosa silvestre. Mi amiga Mili se pregunta divertida a quién se le pudo ocurrir
la idea de comer rosas silvestres. Yo le respondo que el hambre se da mucha maña
para improvisar el menú mientras se hace el camino.
Sobre
el hambre escribió, sin nombrarlo, Goethe, en su “Hermann Y Dorotea.” Bellísimo
poema que tiene anhelos de novela corta magistral. Y lo consigue. En medio de
la vida bonachona y de relajo al sol de un amable pueblecito, quizás la
localidad de Pössneck una caravana de exiliados cruza el camino. Todo pueblo
que se exilia, que huye está condenado a la desgracia y al hambre. El contraste
muestra mejor la tonalidad del color opuesto. Seguramente, algún parroquiano
del amable pueblecito, piensa que esos míseros exiliados son unos palizas.
Mísero
es una palabra que tiene su origen etimológico en la latina “miser” que no significa
otra cosa, ni nada menos, que “desdichado.” Sin falsos aspavientos, Goethe
muestra la miseria humana ¡Ay, de los vencidos!
Schumann,
que terminó de la cabeza peor que estoy yo, pero denme tiempo y a ver qué pasa,
compuso una obertura basada en esta obra de Goethe. Tras el tema épico, hay un
trasfondo dolorido. Siempre es así. Como también está la historia de amor,
porque siempre es así, entre Hermann y Dorotea. Un idilio ingenuo con andadura
épica, en palabras de Rafael Cansinos Assens, tan injustamente olvidado en
nuestros días.
Ahora
pienso que Goethe pudo inspirarse, sin que Goethe fuera consciente de ello, en
el comienzo de la primera bucólica de Virgilio, esa que contiene el maravilloso
verso, entre otros versos maravillosos, “Tu, Tityre, lentus in umbra.” Verso
inmortal por sí mismo y por la repetición mental de todo estudiante de latín.
Tú,
Titiro, tendido a la sombra, le dice Melibeo, quien marcha al exilio, mientras
el pastor Titiro permanece en la felicidad que da el hogar, la sombra del árbol
conocido, la tierra a la que pertenecemos. Eso y no otra cosa es el “lentus in
umbra” virgiliano.
Cada
vez que arriba una patera a mis costas, me repito el verso.
Por
eso, cuando pruebo el vino dulce de Málaga, me siento Títiro. Si encarta me
pongo a la sombra y medito en el devenir humano, en la indomable rueda del
destino que hace de un rey hoy, mañana un mendigo. Esa misma rueda que en el
siglo XIX envió a las vides malacitanas una enfermedad, la filoxera, que estuvo
a un silbido de dejarnos sin pasas ni vino dulce.
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