martes, 10 de marzo de 2020

MI AMIGO EL ÁRBOL


Tengo la enorme suerte de vivir en una zona donde la ciudad si no termina, titubea. Esto es, tengo un monte cercano, como un testigo de lo que fue esa zona antes de que las maquinas y el asfalto la civilizasen. Los sábado y domingo, bien temprano, a veces antes de que el sol aparezca, mi perro y yo damos un paseo por el monte. Cosa de media hora. Entramos por un punto y salimos por otro, donde ya los edificios manifiestan su presencia amenazante.
A veces nos sorprende el amanecer. Es hermoso ver la ciudad en silencio, los pájaros con lagañas y las hojas cargando con el rocío que aún no se ha disipado. Además, en mi camino encuentro los restos de un acueducto medio derruido, lo cual da un toque romántico a este paseo. Entonces imagino que puedo ser un pintor impresionista y pintar cosas como el viajero sobre el mar de nubes o la nostalgia ante las ruinas del pasado. Jamás he intentado coger un pincel a pesar de mi pasión por la pintura. Cosas de cada uno.
En mi paseo tengo un amigo muy especial que me espera siempre, es un árbol, parece un arbusto porque es pequeñito y anda doblado hacia el camino, lo cual le hace parecer más pequeño. Desde lejos no se ve porque está tapado por otro árbol más grande, pero el camino hace de franja entre los dos y puedo pararme frente a mi amigo y acariciar sus hojas lanceoladas.
Sucedió que un día, después de varios años de mis paseos de fin de semana, mi amigo, entonces un perfecto desconocido para mí, me llamó en la forma que puede hacerlo un árbol, mostrando las flores de sus hojas. Eran blancas y tenían el corazón ensangrentado. Me detuve frente al árbol agradeciendo el gesto de que quisiera iniciar una conversación conmigo. Admiré la belleza de sus flores, el verdor de sus hojas y observé, no sin pena, que parecía enfermo porque su tronco había perdido corteza.
Así aquel árbol rodeado de árboles, en un monte vulgar que apenas merece el nombre de monte, se hizo especial para mí. Nada es diferente del resto hasta que se le conoce. Como dijo el filósofo francés Roland Barthes, entre todas las posibles ella, elijo a ella. Desde ese momento ya no es tal o cual sino ella. Igual pasa con cualquier persona, animal o cosa.
La vida, nuestra vida, está compuesta de contactos con mayor o menor intimidad, pero que hacen una suma de conocimientos de cosas especiales entre los de su mismo género. Hasta la mesa de mi salón es la mesa y no otra mesa. Platón, cuando habla de arquetipos para su teoría de las ideas, afirma que para la idea de caballo hay un caballo que es la síntesis de todos los caballos. Para mi idea de perro, yo tengo a mi perro, que no es la síntesis de nada, pero es el que más me preocupa dentro de la familia de los cánidos. Precisamente porque le conozco y le tengo un cariño especial.
Como mi taza es mi taza y si se desconcha siento rabia, pena o desilusión. Como la taza no tiene sentimientos, cuando está demasiado desconchada, incluso antes, acaba en la basura. Como hay gente sin sentimientos, cuando un animal amigo o una persona familiar está demasiado vieja, se le abandona. No hace falta que esté viejo, a veces basta con que esté enfermo. A los animales se les deja en la carretera y a los viejos y enfermos en los hospitales.
En el otro lado están los que miman a sus cosas especiales. Aquellos que guardan hasta el fin de sus días algo sin valor para el resto del Universo, pero para ellos el Universo sin esa cosa innecesaria, tiene menos gracia. Está guardada en una maleta, en un armario, en un trastero, siempre está ahí. Cuando se hace limpieza de la zona, corre el riesgo de ir a la basura, pero, sin que sepamos a ciencia cierta por qué, volvemos a guardarla una vez más, prometiéndonos falsamente que la próxima vez la tiraremos.
Mientras escribo esto sigo ignorando qué tipo de árbol es mi amigo. Pero, por favor, que esto quede entre nosotros.

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