jueves, 23 de abril de 2020

UNA FLOR SOBRE SU REGAZO


Algunas personas necesitan un estimulante matutino para acudir a su trabajo. Es mi caso. Lo mío se limita a un café doméstico con leche y una cucharada de miel y la lectura de un artículo de alguno de mis autores preferidos. En el caso de no tener miel esta puede ser sustituida por azúcar y si no hay un artículo a mano, se sustituye por un par de poemas. No les censuro si no me creen, pero sin estos dos alicientes casi soy incapaz de vender mi tiempo.
Esta mañana leía el artículo “Al alba con la rosa” de Álvaro Cunqueiro, recogido en el volumen antológico “Papeles que fueron vidas”, edición de Néstor Luján y publicado por la editorial Tusquest ¡Qué prodigio y qué enorme responsabilidad que tu trabajo sea escribir un artículo sobre algunos poetas que cantaron a la rosa! No las tengo todas conmigo si el ánimo de mis hombros sería capaz de soportar semejante peso.

William Blake escribió el admirable verso “Oh, rose, thou art sick” (Oh, rosa, estás enferma) Repetí ese verso en otros tiempos muy duros, cuando el hospital fue el último cobijo de mi madre. Ahora lo repito a veces en el nombre de todos los que están en los hospitales, no sólo víctimas de la pandemia, de todos los que están en los hospitales esperando el momento de volver a sus casas. Oh, rose, thou art sick.
Cervantes dijo que la mano del médico debía ser como la de una madre ¿Quién puede expresar mejor el trato debido a un enfermo? Como una madre, firme para la medicina, tierna como las hadas de los cuentos infantiles de nuestra infancia para la caricia en la frente perlada por la fiebre. Y no dudo que lo es.
Hay profesiones que sólo se pueden realizar con calidad si en ellas interviene el corazón, profesiones como la del médico o el maestro. Por supuesto que pueden hacerse sin el corazón, como Chopin puede tocarse de una forma académica. Curará, sonará, pero no será medicina verdadera ni es la versión para los nocturnos de Chopin, que yo recomendaría.

Aristóteles hablaba de potencia y acto. Potencia es aquello que puede llegar a ser porque está en su esencia, acto es el hecho de ser. Todos somos un enfermo en potencia, todos tenemos una bala con nuestro nombre en esta especie de ruleta rusa que es la salud y la enfermedad, la vida y la muerte. Einstein refiriéndose al orden del Universo, afirmó que “Dios no juega a los dados”, pero el destino sí que parece un ludópata cuyo siquiatra está perennemente cerrado por vacaciones.
Pero la comprensión más afortunada sobre este juego de los contrarios que pone ante el espejo la terrible fragilidad humana, la ofreció Ramón Llull o Raimundo Lullio ese enorme filósofo mallorquín del siglo XIII y principios del XIV, aún estudiado en toda Europa, menos en España, "el amor es la concordia entre los diferentes." Paul Valéry, siglos después dijo "el blanco no puede existir sin el negro." Quién tenga oídos que escuche.
A veces nuestro destino está en manos de ese médico cuyo corazón desafía a la razón y consigue lo imposible, en ese músico que motiva al ánimo con un sí bemol para un valor del que creía carecer y que hace inútil la coraza de cobarde que llevo puesta cuando tú me miras.


viernes, 17 de abril de 2020

LAS PEQUEÑAS COSAS


El otro día fue mi cumpleaños. Me van a permitir que no diga cuantos, como Cervantes no quiso decir donde vivía Alonso Quijano o Bach dejó ese “buscando encontraréis” bíblico para los instrumentos en su “Arte de la fuga”. A ciertas edades es mejor guardar un discreto silencio y apagar las velas cuanto antes.
Entre otros regalos, Mili me envió un vídeo donde recitaba los cuatro primeros versos de “El Golem” de Borges. Ha sido este un regalo de una belleza de melocotoneros, de jazmines en flor, de conversación divertida con un mulato, cuánto te quiero, muchacho, bajo un bananero. Mis amigos saben de la devoción que tengo por la obra de Borges. Yo le considero el gran señor del relato corto y del microensayo. Aunque también suelo decir que la poesía de Borges, sólo es poesía cuando la recita Mili.
Me apresuré a llamar a mi agente de seguros para hacer una ampliación de mi póliza de hogar, agregando entre los bienes domésticos el vídeo de mi amiga. El agente me dijo que esto supondría un aumento significativo del coste anual de la póliza, pues el objeto declarado era demasiado valioso.
Y esto me lleva a pensar que existen dos tipos de valores, uno mensurable y que cotiza en bolsa, otro, inasible al destino y la moda, que no tiene medida y su valor se estima en la capacidad para conmovernos. Y este último valor habla directamente a nuestro ser más profundo y obtiene siempre una respuesta de nuestra parte, lo queramos o no.
En ocasiones el corazón salta ansioso por seguir la conversación; otras veces, se retira meditabundo a un lado oscuro desde el cual balbucea de forma tímida, aunque desea guardar silencio. Yo, mi yo que apenas percibo, soy esa conversación con ese recuerdo de una emoción. En ocasiones, a mi pesar o para mi placer. A veces es una vieja cuestión no zanjada.
  El poeta romano Catulo (Siglo I a. C.), en su decimonovena crisis amorosa con Lesbia, se queja doloroso de que desea olvidar a su infiel amada. Se queja, y esto es lo curioso, no de que le resulte imposible relegar a su amada a los desolados campos del olvido, sino de que puede conseguir olvidarla. Evidentemente, con semejante cuadro patológico, sabemos que el enfermo no va a sanar porque no quiere curarse. Catulo quizás deseaba perder el recuerdo, pero se negaba a perder con ello la experiencia emocional que traía consigo.
 Siempre me he preguntado a dónde habrán ido a parar aquellos sentimientos contradictorios de Catulo ¿Dónde estará el devastador dolor de Hécuba al ver su reino, Troya, destruido y sus hijos muertos por manos aqueas? ¿Cómo se decide el orden jerárquico en que siento, guardo y. quizás algún día, recuerdo mis emociones?


Es curioso que cuando veo la foto donde, celebrando el final de la II Guerra Mundial, un marinero y una chica se besan en mitad de una calle repleta de vítores, evoco de forma natural la emoción del momento, como un eco lejano que llegase hasta mí burlando las reglas del tiempo y sus fronteras. Igual que dicen los científicos que aún resuena el eco del Big Bang en todo el Universo.


Ignoro cuál es la cualidad que garantiza la persistencia de un hecho en el tiempo y su carga emotiva asociada. Hace un momento he mencionado la guerra de Troya, cuya memoria conmueve generación tras generación a la especie humana, como si todos hubiésemos tenido un abuelo que estuvo en Troya, mientras que la mayoría de las guerras del pasado sólo son páginas de la historia.
Es evidente que en algunos hechos hay una cualidad que les hace pervivir, incluso por encima de sus propias expectativas. Todos andamos por la vida con una mochila cargada de recuerdos en primer término. Entre ellos hay recuerdos fútiles, sin contenido, con menos profundidad que la cáscara de una nuez, pero siguen ahí. Mientras a nuestro pesar olvidamos momentos importantes, esos recuerdos vanos con sus sensaciones asociadas, persisten.
Poseen algo, pero ignoramos qué es. Porque la persistencia emocional del recuerdo es algo poco estudiado y es uno de los tesoros de nuestra especie. El estudio de los recuerdos emocionales y su proceso de selección sigue esperando turno en el cajón de las cosas importantes.
Y ahora, disculpen, tengo que dejarles porque estoy recordando una tarde con mi hija, sentados bajo una palmera y contemplábamos el mar…

jueves, 9 de abril de 2020

NERO, MA NON TROPPO


Hace algunos días, un conocido comentaba, llevado por esa moda inquisitorial que alimentada desde la ignorancia otorga oscuros motivos antisociales a costumbres y modos del lenguaje, afirmaba, decía, a quién quisiese escucharle que la cantidad de adjetivos donde el negro es un elemento negativo es prueba fehaciente de la tradicional xenofobia de los españoles.
Yo tengo mucha experiencia que avala lo contrario y habla de un pueblo generoso in extremis y hospitalario. Y así lo comenté. También que se ha puesto de moda, otra moda más e igualmente dañina, el otorgar crédito a toda opinión negativa o cargada de mala intención. Está a la orden del día el insulto contra las personas, colectivos y países. Se lo merezcan o no. Y se comparte felizmente a través de las redes llamadas sociales sin comprobar la veracidad de lo que se cuenta.
De esto último, asunto que me tiene bastante preocupado, espero recordar que tengo que hablar con ustedes un buen rato. Y digo “espero” porque mi memoria, según Borges es lo que el olvido se olvidó de llevar, cada vez está menos por la labor y el olvido, en mi caso, cada vez es menos olvidadizo

Volviendo al color negro. Como ustedes saben el negro es la ausencia de color. Como el blanco. Chesterton, en un artículo como todos los que escribió, genial, afirmaba que en España el negro sí es un color. Hay una distinción en el negro español que no lo tienen otras sociedades.  Se podría pensar que es cierto que cualquier idioma está cargado de referencias negativas contra este color o esta ausencia de color; pero no es lo primero, sino lo segundo. Me explico…
Nosotros, hijos del siglo XX y XXI, no conocemos la oscuridad absoluta. Nuestras ciudades están llenas de luces y ruidos a cualquier hora de las veinticuatro que componen un día. Como muchos no han experimentado jamás esa sensación de falta absoluta de luz, les resultará difícil comprender que en la oscuridad total no hay ningún color, ni siquiera el negro español.
La oscuridad absoluta es la nada, el vacío inmensurable que llama al abismo desde el propio abismo. Abyssus Abyssum vocat, dice el bellísimo salmo 42 de la Biblia. Nada que ver con el color negro y su falta de adaptación al resto de la pandilla Coloretes.
Hace años pasaba unos días en una casa rural con mis amigos del grupo de los locos. Grupo al que me llena de orgullo y satisfacción pertenecer por la calidad humana de sus componentes. Me desperté de madrugada, aún había tiempo para el amanecer, y con mi fiel compañero por aquel entonces, mi pequeño y negro perro Lukas salí de la casa y me aventuré por un camino rural que lleva hasta Ardales.




No había luz alguna y yo tampoco llevaba linterna. Entonces comprendí lo que el hombre antiguo sentía al caminar de noche cerrada.
Andado diez minutos escuchamos ruidos, algo se movía en una distancia de doscientos metros. Sentía a Lukas andar a mi lado, sabía que jamás se retiraba de mí, y continuamos el paso fiando el uno en el otro. Pasamos en paralelo a aquellos inquietantes ruidos, yo con el corazón empequeñecido en el pecho y sospecho que Lukas en la misma sazón. Pero pasamos, dejamos atrás aquel engendro mitológico o tal vez un tropel de demonios que volvían algo achispados de un akelarre. Llevábamos un buen trecho andado cuando el alba comenzó a despuntar y mi corazón a aplaudir ¿Ven ustedes la diferencia entre luz y tinieblas? Lo que antes fuera motivo de terrible inquietud tornose en un pacífico rebaño de cabras tras un cercado.
¿Cuántas veces el hombre preEdisón, sufría esta desazón a lo largo de su vida? Todas las noches hasta que llegaba la alborada, mil veces cantada por razones innumerables como lo son las arenas del desierto o las galaxias del Universo. Yo le dije a Lukas que, tal vez, el pandemónium se había transformado en cabras para divertirse aún más a nuestra costa. 
Lukas me miró y recordé, quizás fue el propio Lukas quien recordó, esa aventura más grande y jamás contada de la primera parte del Quijote, donde el más esforzado caballero que vieron los siglos y su no menos valiente escudero, sufren pasar toda una noche emboscados frente a un inquietante sonido que se repite una y otra vez, hasta que la llegada del alba revela que se trata de unos batanes.
Finalmente, para cerrar con broche de oro su exposición, el conocido nos dijo, y a quien quiso oírle, que al Diablo siempre se le pinta negro. Aquí tuve que intervenir y aclarar que el Diablo no es negro, sino que está achicharrado por su caída a los infiernos.





Sí hay Vírgenes negras, como la Moreneta. Pero no hay un Satán negro, sino quemadito hasta las entrañas. El desconocimiento impide incluso reconocer a un tipo tan fácil de ver como es el Diablo.


Si alguna vez quieren comprobar lo que digo sobre el abismo asómense a la boca de un pozo sin fondo, busquen un color, incluso la ausencia de color. No está. No existe el concepto y, por tanto, tampoco su inexistencia. Lo más parecido es eso que en alquimia llaman masa primigenia y que es un compuesto informe y oscuro de los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua.
A estos cuatro elementos hay que añadir uno más, el espíritu de vida, que es lo que realmente busca en su laboratorio todo alquimista que se precie de serlo.

viernes, 13 de marzo de 2020

LOCURA DE AMOR






Resulta que mi amigo Fabricius Ignotus, el árbol ¿recuerdan? tiene toda la pinta de ser un almendro: las hojas lanceoladas y verdes, las flores pequeñas, blancas, de corazón ensangrentado, que se ofrecen generosas durante el mes de febrero; pero mi amigo Fabricius en su vida ha dado una almendra. Tampoco creo que eso tenga mayor importancia. A un amigo se le acepta como un almendro, aunque tenga pinta de olivo, que no es este el caso.



Tengo que contarle a Fabricius, que, según Ibn Arabí, el origen de la proliferación de los almendros en Andalucía, y en concreto en la zona de Medina Azahara, tiene un fondo tan romántico que haría palidecer a Espronceda. En mis años de estudiante universitario escuché que el califa Abd- al Rahmán III, tenía entre sus muchas esposas, una singularmente hermosa de la cual andaba enamoriscado, pero la dulce muchacha siempre estaba triste. El poderoso califa, pero sólo Alá es realmente grande, copiándole algunos siglos antes los versos a Rubén Darío, se decía “La princesa está triste ¿Qué tendrá la princesa?”
Al parecer, la muchacha añoraba las nieves de su tierra y le apenaba el recuerdo del blancor perdido. Entonces, el enamorado califa hizo plantar almendros en toda la zona de Medina Azahara, para que cuando florecieran, la muchacha pudiera evocar las nieves de su país. 



Quizás es una leyenda, pero si no pasó así, tuvo la probabilidad de que así pasara. El amor, ese primer motor inmóvil que suponen Aristóteles y Santo Tomás, es capaz de germinar acciones que pertenecen al terreno de lo maravilloso.


Y es capaz de construir Medina Zahara o el Taj Mahal. Por cierto que mi corazón se ha llenado de inquietud y pena al leer que el mayor monumento a lo que Quevedo llamaría Amor más allá de la muerte, el Taj Mahal, que como ustedes saben fue construido por un príncipe hindú como mausoleo para su amada esposa, se está deteriorando. En parte debido a que ya no circula el mismo caudal de agua subterránea que en otros tiempos refrescaba el forjado de madera, ¿Acaso esas aguas surgen de un afluente de la Laguna Estigia? y, por otro lado, a causa de la lluvia ácida. Desde aquí ofrezco mi donativo si se necesita dinero para preservar este sueño hecho arquitectura.
¿Cómo podemos dejar que esta maravilla desaparezca?

¿Acaso no lo hubiese hecho el trovador occitano Jaufré Rudel? Nuestro poeta se enamoró de oído, es decir por las virtudes que de ella contaban los viajeros, de Melisenda, una bella condesa jerosolimitana que vivía por la zona de Trípoli. Rudel, pobre y de salud enfermiza embarcó para conocer personalmente a su amada, a la cual había enviado numerosos poemas. Pero el trovador enfermó durante la travesía. Aun así, consiguió llegar a Trípoli y llamó a las puertas del castillo de Melisenda. Ella misma abrió la puerta y el trovador murió minutos después en los brazos de la hermosa.
Jaufré Rudel muriendo en brazos de su amada,

Estas cosas como los milagros parece que solo sucedían en una época antigua, que ya no es posible. Chesterton afirmó que lo más asombroso de los milagros es que realmente suceden, Igual podíamos pensar de las extravagancias por Amor. Hablemos, entonces, de un amor surgido de forma milagrosa a principios del siglo XXI. Conocí a dos amigos, a los que llamaremos Martina y Lucindo, Ninguno significaba nada especial para el otro, según el testimonio posterior de ambos. Solo eran compañeros de curso en la Universidad.



El azar los juntó para hacer un trabajo en una asignatura. Se trataba de una reseña al libro de Ortega y Gasset “Sobre el amor.” Martina y Lucindo, sentados uno junto al otro, comentaron cada capítulo del libro. Así estuvieron unas tres semanas hablando del amor todas las tardes. 

Un día Lucindo recibió una llamada en su domicilio, Martina estaba abajo, le esperaba. Lucindo bajó las escaleras de dos en dos, salió jadeante al portal y se quedó mirando a Martina. En sus ojos leyó que el libro de Ortega, había hecho con ellos el mismo papel que cuenta Dante, hizo los amores de Lanzarote y Ginebra, con Francesca di Rimini y Paolo Malatesta. Así que, sin mediar palabra, hubo un largo beso enamorado en el portal de Lucindo. Actualmente están casados y ejercen de profesores en algún lugar del norte de África. Doy fe de que esta historia increíble, por lo hermosa, es cierta.

Hoy me apetecía contarles estas anécdotas. En definitiva, quería hablar sobre el Amor, esa fuerza que según Newton mantiene el Universo (la ley de la atracción entre las estrellas) y que es la identificación de Dios. El arco de Eros está hecho con madera de ciprés, la misma madera de la que está hecho el cetro de Zeus, para gobernar el Universo.


Ignoro si pude tratar otro tema más interesante. Estoy seguro de que ninguno es tan imprescindible.

martes, 10 de marzo de 2020

LA MUCHACHA RESPLANDENCIENTE (II)


Prosigue la leyenda japonesa recogida por Fukuyiro Wakatsuki, y que tituló “La chica resplandeciente” que Kaguya Himé, solicitó de los cinco pretendientes objetos imposibles de lugares que no existen. Con semejantes pretensiones no es extraño que la muchacha se quedase soltera.
 Tras esto, el propio emperador se enamora de Kaguya, tras verla una sola vez. Pero Kaguya no es un ser normal, el emperador la ve desvanecerse en el aire y sólo a sus suplicas vuelve a aparecer en forma corpórea.
La chica resplandeciente pertenece al pueblo que habita la Luna y, tras haber expiado una culpa que no se aclara, debe volver con su pueblo. La hermosa Kaguya Himé retarda el momento que le ofrecen los selenitas para vestir la túnica de plumas que le hará volver a la Luna, pues esa misma túnica también le hará olvidar su vida en la Tierra, esto es, a sus padres adoptivos y al emperador, de quien está enamorada. Los selenitas tienen prisa, pero no la hermosa Kaguya Himé.
“Cuando haya Luna llena, miradla para acordaros de mí” suplica a sus padres adoptivos, “Yo voy a olvidaros eternamente a mi pesar.” Y luego viste la túnica de plumas y es llevada hasta la hermosa Luna. La misma que yo contemplo algunas noches, arrobado, aplaudiendo desde mi corazón cuando se muestra plena de belleza. Soy uno de esos lunáticos. Espero de todo corazón que deba a mis padres este amor a la Luna.
Con mis amigos he comentado alguna vez que en todos los idiomas que conozco para nombrar a la Luna existe una palabra hermosa. Luna, Moon, Lune, Selene. Mi preferida para designarla es en árabe clásico, “kámar” Los hombres sienten que no se la puede designar de cualquier forma, que hay que encontrar la palabra que nos hable de la Belleza.
Para los antiguos griegos, la Luna era una diosa virgen y que gustaba de la caza. Junto con su cortejo de maravillosas ninfas, se metía en los arroyos a chapotear desnuda como su mamá la trajo al mundo. Cierto día un mancebo tuvo la mala fortuna de ver a la dama sin ropa y esta le convirtió en lobo. Cosas que pasan cuando se trata con seres sobrenaturales.
Pero esto refleja también uno de esos aspectos preocupantes de la Luna, su capacidad para producir emociones y alterar la realidad. La luna sangrienta es una amenaza que se percibe como si desde siempre hubiésemos sabido de su existencia. La calma se oculta temerosa cuando la Luna aparece como un disco rojo premonitorio en el azul de la noche, transformada de una dama vestida con gasa blanca o amarilla a la que deseamos poseer, en una femme fatale, en un dios psicopompo o conductor de las almas de los muertos.
El mar, ese otro elemento inquieto e inquietante, suele tenerla como su amada predilecta, sucumbiendo a sus caprichos, levantándose a sus ordenes o recogiéndose humilde si ella así lo desea. Sólo la Luna es capaz de ordenar semejantes cosas al mar.


LA MUCHACHA RESPLANDECIENTE (I)



Una leyenda o historia sin mayúscula que comienza de esta manera “Había un hombre llamado Taketori no Okima, que significa, el viejo que recoge bambú.” está condenada a ser una buena historia. El protagonista de esta leyenda japonesa encuentra dentro de una caña de bambú a una niña que emite luz por sí misma. Coloca a la pequeña en la palma de su mano y se la lleva a casa, pleno de felicidad porque no tenía hijos y ahora esta pequeña se convertiría en su hija. Ni qué contar tiene la enorme alegría que esto significa para su esposa. 
Luego la historia se complica porque la niña se convierte en mujer en el breve plazo de tres días y tiene muchos pretendientes; pero sólo cinco de ellos perseveran manteniendo la guardia noche y día. Por supuesto son cinco personajes de alto linaje. Y estos cinco caballeros nobles, gracias a su paciencia, esperan la recompensa de obtener la mano de la bella y misteriosa Kaguya Himé, que así se llama la moza japonesa.

Esta historia de la perseverancia amorosa, - una variedad del estado de paciencia, me recuerda aquella de la poetisa Ono no Komachi y su enamorado Fukakura no Shosho.
Este permaneció en la puerta de la casa de la poetisa durante un número indeterminado de días como prueba de su amor constante. Prueba exigida por Komachi.
Algo parecido le fue exigido al emperador Enrique IV en Canossa, quién por el asunto de las investiduras a los obispos, y por haber llamado algunas lindezas fuera de tono al heredero de San Pedro, hubo de esperar en la nieve, no a la delicada poetisa japonesa, sino al fiero y anciano papa Gregorio, para que este levantara la excomunión que había lanzado sobre el joven emperador. Asunto este de las investiduras que a pesar de la espera quedó sin resolver.
Mi padre solía decir que la paciencia es la madre de todas las virtudes. El hombre paciente sabe a qué atenerse, quizás contemplando lo que a otro habría hecho abandonar. La paciencia se conjuga bien con el silencio, que es un elemento propiciatorio de la sabiduría. Quien mucho habla, escucha poco y menos aprende. Por lo general, los habladores son gente con prisa, inquietos hasta para perder el tiempo.
Otra forma de paciencia es esa que el inabarcable poeta romano Virgilio, nos dejó en uno de sus versos “labor improbus Omnia vincit” o lo que es lo mismo “El trabajo duro venció a todas las dificultades.” El lector habrá notado que me permito ciertas licencias en mis traducciones latinas al español. Volviendo a la frase de Virgilio, esa es la paciencia de quien se sabe no dotado especialmente para alguna labor, pero cada día dedica horas a mejorar en ese campo, aun sabiendo que habrá, finalmente, un tope, un non plus ultra, hasta donde llegará su capacidad, pero ese tope siempre estará tan lejos que no llegarán sus días para verlo alcanzado.
A veces la paciencia sólo es una muestra de que se sabe esperar el momento. El guerrero en el combate debe ser paciente, soportar la lucha hasta que vea un descuido en la guardia de su enemigo. Otra cosa es el caso de Maquiavelo, para quien la paciencia no existía y lo que se debía era crear el descuido del oponente.
Son formas de entender la existencia, esa cosa tan breve que a los vivos se nos antoja inextinguible.



METAMORFOSIS CON JOHN CAGE AL PIANO


De pequeño, y todavía hoy, es para mí sobrecogedor, misterioso, casi místico, la transformación de un gusano de seda en mariposa. Ese esconderse dentro de un capullo y aparecer bajo otra forma absolutamente distinta, como una damisela tímida que se oculta detrás de un biombo y aparece luego arrebatadora, irresistible.
Particularmente, en mi niñez, y en menor grado hoy pero aún se mantiene el sentimiento, me parecían ligeramente repugnantes aquellas orugas, pero aún más repugnantes las cosas aladas de color blanco grisáceo que salían de los capullos. Aquellas mariposas no tenían nada que ver con los hermosos dibujos de lepidópteros en cuya belleza la naturaleza se había recreado.
De todas formas, yo cuidaba a aquellas pequeñas cositas y les ponía sus hojas de morera que cogía de los árboles o incluso compraba en tiendas. Quitaba la tapadera de la caja de cartón que antes había servido para guardar unos zapatos y miraba como aquellos gusanos blancos con bocas negras se movían con un contoneo de bailarina persa en una película del Hollywood de los años sesenta. Ahora sé que lo que me fascinaba era la transformación que iba a experimentar el gusano.
Lo que más me gustaba era el capullo. Con ese capullo se hacía la seda. Años después leí que el secreto de la seda fue tan celosamente guardado en China que estaba condenado con la pena de muerte revelar el secreto de la seda y no sé qué atrocidad se ejecutaría sobre aquel que intentara sacar a los gusanos de China. Cuenta una leyenda que dos individuos, extranjeros y supongo que con más amor al dinero que a la vida, sacaron algunos capullos de China, escondidos en unas cañas. Así llegó el productor de la seda a Europa.
El hecho de que, según la mitología griega, eones antes Prometeo utilizase el mismo artilugio (una caña) para esconder el fuego de Zeus y dárselo a los desvalidos humanos, me hace sospechar de la veracidad de esta hermosa leyenda sobre el transporte de los capullos de seda a Europa. Aunque también pudo servir de inspiración para el audaz transporte el mito de Prometeo.
Así que la palabra “metamorfosis” ha estado siempre asociada a mi vida y supongo que a la de mucha gente, sobre todo a aquellos que en nuestra niñez nos dedicamos al cuidado de los gusanitos que luego se transformaban en mariposas, y cuyos capullos, por cierto, jamás dieron ni un milímetro de seda.
Andaba yo despreocupado de estas cosas, cuando el otro día me tropecé con una composición magnífica: “Metamorphosis” de John Cage. Debo decir que a Cage como compositor le había dado algunas oportunidades, pero siempre terminaba aburriéndome. No me enganchaba.
La cuestión fundamental es por qué le seguía dando oportunidades. Aunque no fueran muchas las ocasiones, -tampoco tengo mi vena masoquista tan extendida, - existieron esas audiciones de la obra del compositor estadounidense y pasé alguna parte del poco tiempo que tenemos los mortales, dedicado a escuchar a John Cage ¿Por qué? Hubiese sido más fácil dar carpetazo al asunto.
En ocasiones la transformación soy yo. No es el otro, soy yo quien se transforma debido a que algo en mí se ha estado incubando, como una gripe antes de que aparezca la fiebre o cualquier otro síntoma. Hay algo que me reclama, que me impulsa a seguir intentando acceder a un mundo que no me atrae, según parece, pero del que evidentemente no me siento completamente ajeno. Y un día todo cambia.
Lo que hasta ayer era plomizo o inexplicable, se torna en algo diáfano, motivador, en una calle familiar, un gesto reconocible, una fragancia de otros tiempos. Así pasó con la música de John Cage, a raíz de escuchar “Metamorphosis.” Luego escuché sus “Estudios” y aquello sonaba a una música que me hablaba en el mismo lenguaje que yo hablo. Nos comprendíamos, formamos parte del mismo Universo.

Exactamente igual que años atrás había sucedido con Juan Sebastián Bach y sus conciertos para violín. Recuerdo que con Bach yo había tenido siempre mis reticencias. Todo el mundo me hablaba de la increíble música de Bach. Especialmente los músicos profesionales o de talento (no siempre van unidas las dos cosas). Y escuchaba la obra de J. S. Bach, pero había algo que aún me faltaba, algo que no le pedía a los demás, a Haendel, a Teleman, Vilvaldi, y un largo etcétera barroco.
Necesitaba ese algo que ni yo mismo aún hoy día tengo claro qué es. Pero estaba y está. Con los demás admiraba sus composiciones, las aplaudía, vibraba con ellas. Pero en ese mismo rango no me sentía en paz con Bach. Esto lo supe mucho tiempo después, cuando me puse a meditar sobre qué había sucedido.
Así andaban las cosas, pero un día escuché sus conciertos para violín (y es posible que los hubiese escuchado en otras ocasiones) ¡Ahí estaba él! ¡Más allá del bien y del mal! Más allá de cualquier concepto de civilización, de cualquier forma establecida, más allá del propio Bach, estaba su música, sonando en un momento eterno, en un segundo que no cesa. Los demás eran fantásticos, genios, pero a Bach le pedía más, porque sabía que había más.
En realidad, nunca se lo pedí a la obra del kantor, si no a mi mismo. Bach había puesto todo en mi mano, tenía que ser yo quien tuviese la capacidad de descubrirlo; pero por mí mismo, no por las opiniones de críticos, artistas o “Tú también puedes saber de música.” Por eso seguía escuchando a Bach, por eso seguía escuchando a Cage, por eso sigo leyendo a San Juan de la Cruz. Hay algo más que lo que yo encontraba entonces, aún hoy sé que hay mucho mas de lo que encuentro. Pero por encima de los sentidos naturales, esos cinco famosos, como los dedos de la mano, está esa cosa atávica llamada “instinto” que te invita a perseverar en la búsqueda, a cuidar orugas para que sea posible la metamorfosis en mariposa.
 Kavafis decía en su poema “Itaca” pide que tu viaje sea largo. Ese es mi deseo, seguir encontrando la belleza, aunque sea en el capullo de una oruga fea que nunca procurará un kimono de lujo.