jueves, 28 de mayo de 2020

EL PESO DE LA NADA




Todos tenemos a alguien a quien debemos o debiéramos haber pedido perdón. Y todos tenemos a alguien que nos debe una disculpa. Como dice el Padrenuestro, el más sencillo y completo compendio de metafísica que el hombre pronuncia, “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a nuestros ofensores”. Cuando yo era pequeño, de eso hace ya tanto que casi no me acuerdo, se decía: “perdona nuestras deudas”. Esto permitió a Benedetti, en su recreación sudamericana del Padrenuestro, decir, “y pues nos quedan pocas esperanzas, / perdona, si puedes, nuestras deudas/ pero no nos perdones nunca la esperanza”.

La disculpa a destiempo deja un mal sabor de boca, pero la que nunca llega a darse produce una úlcera en el alma. Siempre he entendido que se necesita mucho más valor para pedir disculpas que para el insulto; sin embargo, este último goza de mayor popularidad. Fuimos y somos educados para la violencia, lo que se llamaba, casi como un laudo, “la parte viril”, y no para la cortesía y la sensibilidad, esa “parte femenina”. Como esta estulticia se ha mantenido por los siglos de los siglos, el hombre, esa cosa pensante, piensa como una cosa y no como un hombre.

Nosotros, o algunos de nosotros, que no poseemos esa suerte de avaricia que desea que toda la vida sea hechura, en forma y semejanza de nuestros anhelos, quizás hemos sido malos estudiantes en la cuestión social, no hemos sacado buenas notas en la asignatura de “Sobrevivir en la ciudad.” No “sobrevivir en la jungla” porque esta tiene sus leyes naturales, también crueles, no nos engañemos, y con sus trampas físicas. Pero que nada tiene que ver a la mecánica de sobrevivir en las ciudades, en los hábitats del hombre.

Cuando un individuo antepone sus intereses a los de los demás, está dando una amplia prueba de su avance cultural, ha comprendido perfectamente las enseñanzas que se le ha brindado desde un púlpito donde en no pocas ocasiones se bendice la obtención del éxito sobre la conducta. La tan cacareada frase de Maquiavelo “El fin justifica los medios”, no se refería precisamente a que todo objetivo final vale, sino, y fíjense qué curioso, se refiere Maquiavelo a que, en ocasiones, la supervivencia de un pueblo, de un colectivo, depende del empleo de cualquier medio a su alcance para conseguirlo.

El éxito en nuestros días, y me temo que también en los pasados, parece una necesidad imperiosa. No se concibe una vida sin un margen elevado de alcances de lo propuesto y obtención de cuantiosos beneficios. Muchos lo sacrifican todo por conseguir el ansiado aplauso social debido a sus logros. Lo sacrifican todo, incluso sus vidas.

Por supuesto este artículo no es una apología del fracaso, sino todo lo contrario, o quizás ni eso. La cuestión es que en este juego de venturas y desventuras que se llama vida, no se puede andar con medias tintas porque luego no hay segunda oportunidad, y que me perdonen los que creen en la metempsicosis, y tampoco, una vez que el jugador es expulsado del tablero, podrá acodarse en la mesa y seguir viendo el juego, y que me perdonen los que creen en un Más Allá.

El éxito puede tener casi la misma cara que el fracaso. Por eso, no debiéramos asombrarnos tanto cuando alguien es capaz de soportar un fracaso, pero las rodillas le tiemblan cuando obtiene el éxito. Los antiguos griegos afirmaban ¿qué no han afirmado los antiguos griegos? que los dioses para castigar a los hombres, a veces les concedían sus deseos. O lo que es casi la misma historia, pero en plan laica: “Ten cuidado con lo que deseas porque puedes llegar a conseguirlo”.


Porque la prudencia es un difícil arte cuando se trata de ejercitarla sobre sí mismo. Nuestros deseos en raras ocasiones se convierten en motivo de reflexión propia. Y se suele confundir la obtención de lo deseado con el triunfo. Craso error. Por cierto, un ejemplo, Craso, que en su tiempo era el hombre más rico de Roma, un día tuvo el craso error de montar un triunvirato con Julio César y Pompeyo. Quien pudo terminar sus días plácidamente murió luchando contra los persas. Seguimos ignorando qué se le había perdido a Craso entre los persas. Quizás el ansia de poder o de gloria. Quizás una pataleta de quien lo tiene todo y aún desea más.

Una victoria pequeña no es un fracaso, tampoco lo es perder lo que nos sobra, dejar en un banco del parque la maleta repleta de diamantes porque es demasiado pesada, abandonar aquello que en realidad nos importa menos que nada, morir tocando mientras el Titanic se hunde, solo está derrotado aquel que lucha por intereses espurios. El mayor caprichoso es el que jamás se permite un capricho. Así es la vida. Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, que llamaron a su divertida comedia, Miguel Mihura y Tono. En ocasiones lo más difícil es no ver el lado el lado surrealista de la vida, el complemento contrario a lo que sucede.



viernes, 15 de mayo de 2020

RUIDOS EN LA CASA


Ir a visitar museos y exposiciones es una sana costumbre que deberíamos los padres procurar crear el hábito en nuestros hijos. Yo lo he intentado. Ahí están mis hijos que pueden dar fe de que papá siempre les preguntó si querían acompañarle a una exposición. A veces incluyendo un pequeño soborno, aunque soy contrario a semejante práctica; como la visita a la exposición de Sorolla que tuvo su compensación en forma de  almuerzo en una cadena americana de hamburguesas.

Estimo que las exposiciones de arte son una sana terapia mental. Y esto, evidentemente, exige una explicación por mi parte, explicación que no sé si estoy cualificado para dar, porque hay cosas que se saben sólo intuitivamente, como afirmaba San Agustín, sobre el tiempo: “¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntas, lo sé. Si me lo preguntas, no lo sé”. Sólo por frases como estas, hay que leer a San Agustín, uno de los mejores escritores de los tiempos antiguos, medios y contemporáneos; aunque la modernidad repudie cualquier lectura que lleve el “San” delante. Estos, que no aquellos, se lo pierden.

Desde mi adolescencia he sido aficionado a visitar exposiciones, pues la visión de otras formas de ver el Universo, -todo hombre está condenado a ver el Universo a través de sus propios ojos, que decía Ortega-, es una sana costumbre, y me proporciona una perspectiva que por mí mismo no podría obtener. Hace décadas visité una exposición de arte originario de Zimbabue. Aluciné en colores y me traje dos estatuillas de ébano negro como regalo filial para mi padre, pues se acercaba su cumpleaños.



Aquellas estatuillas cuyas imágenes pueden ver en la foto, fueron rápidamente colocadas en el salón de la casa, junto al televisor o en un mueble. Desde entonces presidian el salón con su presencia, como unos pequeños, apenas 15 centímetros de altura, ídolos protectores del hogar.

Eso y no otra cosa eran los lares romanos. Existía la creencia y costumbre de que cada familia tenía unos dioses protectores personales. Las figuras de estos pequeños seres, que no pasarían de diminutos duendecillos y con escasos poderes, ocupaban en las viviendas romanas el lugar que actualmente ocupa el televisor, el centro del salón.

 Cuando leí esto en un ensayo de Roman Gubern, casi suelto la carcajada; pero, sí, hemos dado puerta a nuestros dioses lares, nuestra pequeña cantidad de espiritualidad, para meter en el hogar a un televisor y todo lo que esto tiene de bueno y de malo.
Cantó Konstantino Kavafis, el magnífico poeta, como al llegar al palacio de Nerón, las Erinis, diosas terribles de la venganza, auténticas furias del Averno, horribles de ver, reclamando la sangre materna derramada, ya saben que Nerón mandó matar a su madre Agripina, los lares domésticos huyeron en desbandada. ¡Pobrecitos! Debieron de escapar por las ventanas, chimeneas, hacerse un hueco en un boquete de la pared junto a las ratas, mientras las Erinis pasaban profiriendo sus gritos que agrietaban de sangre las paredes.

Es posible que los dioses lares tengan su origen en el culto a los antepasados, a los cuales se les consideraba también protectores de la gens, es decir de la familia, pero en un sentido mucho más amplio, abuelos, primos, sobrinos, y no sé si incluir a algún cara que viviese de gorrón a costa de un miembro de la familia. Los romanos tenían también la costumbre de poner los bustos de sus antepasados en la casa, exactamente igual a como luego se pusieron enmarcadas las fotos de los abuelos y de los padres, ya fallecidos.

Particularmente, nunca me ha gustado esta costumbre necrofílica. No soy de panteones domésticos. Pero el romano antiguo sí lo era. Y como el romano antiguo lo era, Europa lo fue durante muchos siglos, justito hasta mediados del siglo XX, en que algunos descreídos como yo, pensamos que mejor guardar los recuerdos en el corazón que tenerlos exhibirlos en esas fotos en blanco y negro. Y se quitó a otro de los elementos protectores de la casa.

Si recuerdan la película Mulán, de la Disney, en dicha película vemos a los familiares ya fallecidos, actuar como agentes protectores e incluso veladores del buen nombre de la familia.

Entre los antiguos beduinos preislámicos se consideraba de   una estirpe singular aquel hombre elegido jeque de la tribu y cuyo padre y abuelo también habían sido elegidos jeques. Pero en el desierto, con tanta calor, no se puede cargar con penates ni dioses tutelares.

Finalmente, la figura de los dioses lares, de donde viene la palabra latina Lar, para designar el espacio doméstico, fueron expulsados del salón. Cada uno buscó donde situarse en la casa. 

El cristianismo sustituyó a estos lares por sus santos e imágenes de Cristo y Vírgenes. El Sagrado Corazón o una Virgen protectora, se colocaba en lugares visibles del salón. Algo desplazados del centro y del lugar a donde se dirigían las miradas, pero aún estaban allí. Con el tiempo, también los hombres los desplazaron de sus corazones y del salón pasaron en algunos casos al dormitorio, en otros al cuarto de los niños, para ejercer otra vez la misión protectora. En otras, desaparecieron.

Esos ruidos que a veces se escuchan por la noche y que suponemos producidos por los muebles, por las paredes, en algunos casos incluso debidos a fantasmas, pienso ¿serán los dioses Lares que asoman de sus escondites y luego se dan una vuelta por la vivienda para vigilar que todo está en orden para la familia?

Está claro que el lugar preeminente del mundo doméstico es el salón. Allí se suele comer y discutir las decisiones familiares de cierta importancia. Nadie discute con su hija en el cuarto de baño o en el trastero si le compra o no la moto. Es en el salón donde esto se discute y se toma las decisiones más convenientes para el bienestar de la familia, bajo la mirada y el consejo del dios protector o Lar.

¡Ay, no! ¡Perdone! En ese lugar está el televisor.


jueves, 23 de abril de 2020

UNA FLOR SOBRE SU REGAZO


Algunas personas necesitan un estimulante matutino para acudir a su trabajo. Es mi caso. Lo mío se limita a un café doméstico con leche y una cucharada de miel y la lectura de un artículo de alguno de mis autores preferidos. En el caso de no tener miel esta puede ser sustituida por azúcar y si no hay un artículo a mano, se sustituye por un par de poemas. No les censuro si no me creen, pero sin estos dos alicientes casi soy incapaz de vender mi tiempo.
Esta mañana leía el artículo “Al alba con la rosa” de Álvaro Cunqueiro, recogido en el volumen antológico “Papeles que fueron vidas”, edición de Néstor Luján y publicado por la editorial Tusquest ¡Qué prodigio y qué enorme responsabilidad que tu trabajo sea escribir un artículo sobre algunos poetas que cantaron a la rosa! No las tengo todas conmigo si el ánimo de mis hombros sería capaz de soportar semejante peso.

William Blake escribió el admirable verso “Oh, rose, thou art sick” (Oh, rosa, estás enferma) Repetí ese verso en otros tiempos muy duros, cuando el hospital fue el último cobijo de mi madre. Ahora lo repito a veces en el nombre de todos los que están en los hospitales, no sólo víctimas de la pandemia, de todos los que están en los hospitales esperando el momento de volver a sus casas. Oh, rose, thou art sick.
Cervantes dijo que la mano del médico debía ser como la de una madre ¿Quién puede expresar mejor el trato debido a un enfermo? Como una madre, firme para la medicina, tierna como las hadas de los cuentos infantiles de nuestra infancia para la caricia en la frente perlada por la fiebre. Y no dudo que lo es.
Hay profesiones que sólo se pueden realizar con calidad si en ellas interviene el corazón, profesiones como la del médico o el maestro. Por supuesto que pueden hacerse sin el corazón, como Chopin puede tocarse de una forma académica. Curará, sonará, pero no será medicina verdadera ni es la versión para los nocturnos de Chopin, que yo recomendaría.

Aristóteles hablaba de potencia y acto. Potencia es aquello que puede llegar a ser porque está en su esencia, acto es el hecho de ser. Todos somos un enfermo en potencia, todos tenemos una bala con nuestro nombre en esta especie de ruleta rusa que es la salud y la enfermedad, la vida y la muerte. Einstein refiriéndose al orden del Universo, afirmó que “Dios no juega a los dados”, pero el destino sí que parece un ludópata cuyo siquiatra está perennemente cerrado por vacaciones.
Pero la comprensión más afortunada sobre este juego de los contrarios que pone ante el espejo la terrible fragilidad humana, la ofreció Ramón Llull o Raimundo Lullio ese enorme filósofo mallorquín del siglo XIII y principios del XIV, aún estudiado en toda Europa, menos en España, "el amor es la concordia entre los diferentes." Paul Valéry, siglos después dijo "el blanco no puede existir sin el negro." Quién tenga oídos que escuche.
A veces nuestro destino está en manos de ese médico cuyo corazón desafía a la razón y consigue lo imposible, en ese músico que motiva al ánimo con un sí bemol para un valor del que creía carecer y que hace inútil la coraza de cobarde que llevo puesta cuando tú me miras.


viernes, 17 de abril de 2020

LAS PEQUEÑAS COSAS


El otro día fue mi cumpleaños. Me van a permitir que no diga cuantos, como Cervantes no quiso decir donde vivía Alonso Quijano o Bach dejó ese “buscando encontraréis” bíblico para los instrumentos en su “Arte de la fuga”. A ciertas edades es mejor guardar un discreto silencio y apagar las velas cuanto antes.
Entre otros regalos, Mili me envió un vídeo donde recitaba los cuatro primeros versos de “El Golem” de Borges. Ha sido este un regalo de una belleza de melocotoneros, de jazmines en flor, de conversación divertida con un mulato, cuánto te quiero, muchacho, bajo un bananero. Mis amigos saben de la devoción que tengo por la obra de Borges. Yo le considero el gran señor del relato corto y del microensayo. Aunque también suelo decir que la poesía de Borges, sólo es poesía cuando la recita Mili.
Me apresuré a llamar a mi agente de seguros para hacer una ampliación de mi póliza de hogar, agregando entre los bienes domésticos el vídeo de mi amiga. El agente me dijo que esto supondría un aumento significativo del coste anual de la póliza, pues el objeto declarado era demasiado valioso.
Y esto me lleva a pensar que existen dos tipos de valores, uno mensurable y que cotiza en bolsa, otro, inasible al destino y la moda, que no tiene medida y su valor se estima en la capacidad para conmovernos. Y este último valor habla directamente a nuestro ser más profundo y obtiene siempre una respuesta de nuestra parte, lo queramos o no.
En ocasiones el corazón salta ansioso por seguir la conversación; otras veces, se retira meditabundo a un lado oscuro desde el cual balbucea de forma tímida, aunque desea guardar silencio. Yo, mi yo que apenas percibo, soy esa conversación con ese recuerdo de una emoción. En ocasiones, a mi pesar o para mi placer. A veces es una vieja cuestión no zanjada.
  El poeta romano Catulo (Siglo I a. C.), en su decimonovena crisis amorosa con Lesbia, se queja doloroso de que desea olvidar a su infiel amada. Se queja, y esto es lo curioso, no de que le resulte imposible relegar a su amada a los desolados campos del olvido, sino de que puede conseguir olvidarla. Evidentemente, con semejante cuadro patológico, sabemos que el enfermo no va a sanar porque no quiere curarse. Catulo quizás deseaba perder el recuerdo, pero se negaba a perder con ello la experiencia emocional que traía consigo.
 Siempre me he preguntado a dónde habrán ido a parar aquellos sentimientos contradictorios de Catulo ¿Dónde estará el devastador dolor de Hécuba al ver su reino, Troya, destruido y sus hijos muertos por manos aqueas? ¿Cómo se decide el orden jerárquico en que siento, guardo y. quizás algún día, recuerdo mis emociones?


Es curioso que cuando veo la foto donde, celebrando el final de la II Guerra Mundial, un marinero y una chica se besan en mitad de una calle repleta de vítores, evoco de forma natural la emoción del momento, como un eco lejano que llegase hasta mí burlando las reglas del tiempo y sus fronteras. Igual que dicen los científicos que aún resuena el eco del Big Bang en todo el Universo.


Ignoro cuál es la cualidad que garantiza la persistencia de un hecho en el tiempo y su carga emotiva asociada. Hace un momento he mencionado la guerra de Troya, cuya memoria conmueve generación tras generación a la especie humana, como si todos hubiésemos tenido un abuelo que estuvo en Troya, mientras que la mayoría de las guerras del pasado sólo son páginas de la historia.
Es evidente que en algunos hechos hay una cualidad que les hace pervivir, incluso por encima de sus propias expectativas. Todos andamos por la vida con una mochila cargada de recuerdos en primer término. Entre ellos hay recuerdos fútiles, sin contenido, con menos profundidad que la cáscara de una nuez, pero siguen ahí. Mientras a nuestro pesar olvidamos momentos importantes, esos recuerdos vanos con sus sensaciones asociadas, persisten.
Poseen algo, pero ignoramos qué es. Porque la persistencia emocional del recuerdo es algo poco estudiado y es uno de los tesoros de nuestra especie. El estudio de los recuerdos emocionales y su proceso de selección sigue esperando turno en el cajón de las cosas importantes.
Y ahora, disculpen, tengo que dejarles porque estoy recordando una tarde con mi hija, sentados bajo una palmera y contemplábamos el mar…

jueves, 9 de abril de 2020

NERO, MA NON TROPPO


Hace algunos días, un conocido comentaba, llevado por esa moda inquisitorial que alimentada desde la ignorancia otorga oscuros motivos antisociales a costumbres y modos del lenguaje, afirmaba, decía, a quién quisiese escucharle que la cantidad de adjetivos donde el negro es un elemento negativo es prueba fehaciente de la tradicional xenofobia de los españoles.
Yo tengo mucha experiencia que avala lo contrario y habla de un pueblo generoso in extremis y hospitalario. Y así lo comenté. También que se ha puesto de moda, otra moda más e igualmente dañina, el otorgar crédito a toda opinión negativa o cargada de mala intención. Está a la orden del día el insulto contra las personas, colectivos y países. Se lo merezcan o no. Y se comparte felizmente a través de las redes llamadas sociales sin comprobar la veracidad de lo que se cuenta.
De esto último, asunto que me tiene bastante preocupado, espero recordar que tengo que hablar con ustedes un buen rato. Y digo “espero” porque mi memoria, según Borges es lo que el olvido se olvidó de llevar, cada vez está menos por la labor y el olvido, en mi caso, cada vez es menos olvidadizo

Volviendo al color negro. Como ustedes saben el negro es la ausencia de color. Como el blanco. Chesterton, en un artículo como todos los que escribió, genial, afirmaba que en España el negro sí es un color. Hay una distinción en el negro español que no lo tienen otras sociedades.  Se podría pensar que es cierto que cualquier idioma está cargado de referencias negativas contra este color o esta ausencia de color; pero no es lo primero, sino lo segundo. Me explico…
Nosotros, hijos del siglo XX y XXI, no conocemos la oscuridad absoluta. Nuestras ciudades están llenas de luces y ruidos a cualquier hora de las veinticuatro que componen un día. Como muchos no han experimentado jamás esa sensación de falta absoluta de luz, les resultará difícil comprender que en la oscuridad total no hay ningún color, ni siquiera el negro español.
La oscuridad absoluta es la nada, el vacío inmensurable que llama al abismo desde el propio abismo. Abyssus Abyssum vocat, dice el bellísimo salmo 42 de la Biblia. Nada que ver con el color negro y su falta de adaptación al resto de la pandilla Coloretes.
Hace años pasaba unos días en una casa rural con mis amigos del grupo de los locos. Grupo al que me llena de orgullo y satisfacción pertenecer por la calidad humana de sus componentes. Me desperté de madrugada, aún había tiempo para el amanecer, y con mi fiel compañero por aquel entonces, mi pequeño y negro perro Lukas salí de la casa y me aventuré por un camino rural que lleva hasta Ardales.




No había luz alguna y yo tampoco llevaba linterna. Entonces comprendí lo que el hombre antiguo sentía al caminar de noche cerrada.
Andado diez minutos escuchamos ruidos, algo se movía en una distancia de doscientos metros. Sentía a Lukas andar a mi lado, sabía que jamás se retiraba de mí, y continuamos el paso fiando el uno en el otro. Pasamos en paralelo a aquellos inquietantes ruidos, yo con el corazón empequeñecido en el pecho y sospecho que Lukas en la misma sazón. Pero pasamos, dejamos atrás aquel engendro mitológico o tal vez un tropel de demonios que volvían algo achispados de un akelarre. Llevábamos un buen trecho andado cuando el alba comenzó a despuntar y mi corazón a aplaudir ¿Ven ustedes la diferencia entre luz y tinieblas? Lo que antes fuera motivo de terrible inquietud tornose en un pacífico rebaño de cabras tras un cercado.
¿Cuántas veces el hombre preEdisón, sufría esta desazón a lo largo de su vida? Todas las noches hasta que llegaba la alborada, mil veces cantada por razones innumerables como lo son las arenas del desierto o las galaxias del Universo. Yo le dije a Lukas que, tal vez, el pandemónium se había transformado en cabras para divertirse aún más a nuestra costa. 
Lukas me miró y recordé, quizás fue el propio Lukas quien recordó, esa aventura más grande y jamás contada de la primera parte del Quijote, donde el más esforzado caballero que vieron los siglos y su no menos valiente escudero, sufren pasar toda una noche emboscados frente a un inquietante sonido que se repite una y otra vez, hasta que la llegada del alba revela que se trata de unos batanes.
Finalmente, para cerrar con broche de oro su exposición, el conocido nos dijo, y a quien quiso oírle, que al Diablo siempre se le pinta negro. Aquí tuve que intervenir y aclarar que el Diablo no es negro, sino que está achicharrado por su caída a los infiernos.





Sí hay Vírgenes negras, como la Moreneta. Pero no hay un Satán negro, sino quemadito hasta las entrañas. El desconocimiento impide incluso reconocer a un tipo tan fácil de ver como es el Diablo.


Si alguna vez quieren comprobar lo que digo sobre el abismo asómense a la boca de un pozo sin fondo, busquen un color, incluso la ausencia de color. No está. No existe el concepto y, por tanto, tampoco su inexistencia. Lo más parecido es eso que en alquimia llaman masa primigenia y que es un compuesto informe y oscuro de los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua.
A estos cuatro elementos hay que añadir uno más, el espíritu de vida, que es lo que realmente busca en su laboratorio todo alquimista que se precie de serlo.

viernes, 13 de marzo de 2020

LOCURA DE AMOR






Resulta que mi amigo Fabricius Ignotus, el árbol ¿recuerdan? tiene toda la pinta de ser un almendro: las hojas lanceoladas y verdes, las flores pequeñas, blancas, de corazón ensangrentado, que se ofrecen generosas durante el mes de febrero; pero mi amigo Fabricius en su vida ha dado una almendra. Tampoco creo que eso tenga mayor importancia. A un amigo se le acepta como un almendro, aunque tenga pinta de olivo, que no es este el caso.



Tengo que contarle a Fabricius, que, según Ibn Arabí, el origen de la proliferación de los almendros en Andalucía, y en concreto en la zona de Medina Azahara, tiene un fondo tan romántico que haría palidecer a Espronceda. En mis años de estudiante universitario escuché que el califa Abd- al Rahmán III, tenía entre sus muchas esposas, una singularmente hermosa de la cual andaba enamoriscado, pero la dulce muchacha siempre estaba triste. El poderoso califa, pero sólo Alá es realmente grande, copiándole algunos siglos antes los versos a Rubén Darío, se decía “La princesa está triste ¿Qué tendrá la princesa?”
Al parecer, la muchacha añoraba las nieves de su tierra y le apenaba el recuerdo del blancor perdido. Entonces, el enamorado califa hizo plantar almendros en toda la zona de Medina Azahara, para que cuando florecieran, la muchacha pudiera evocar las nieves de su país. 



Quizás es una leyenda, pero si no pasó así, tuvo la probabilidad de que así pasara. El amor, ese primer motor inmóvil que suponen Aristóteles y Santo Tomás, es capaz de germinar acciones que pertenecen al terreno de lo maravilloso.


Y es capaz de construir Medina Zahara o el Taj Mahal. Por cierto que mi corazón se ha llenado de inquietud y pena al leer que el mayor monumento a lo que Quevedo llamaría Amor más allá de la muerte, el Taj Mahal, que como ustedes saben fue construido por un príncipe hindú como mausoleo para su amada esposa, se está deteriorando. En parte debido a que ya no circula el mismo caudal de agua subterránea que en otros tiempos refrescaba el forjado de madera, ¿Acaso esas aguas surgen de un afluente de la Laguna Estigia? y, por otro lado, a causa de la lluvia ácida. Desde aquí ofrezco mi donativo si se necesita dinero para preservar este sueño hecho arquitectura.
¿Cómo podemos dejar que esta maravilla desaparezca?

¿Acaso no lo hubiese hecho el trovador occitano Jaufré Rudel? Nuestro poeta se enamoró de oído, es decir por las virtudes que de ella contaban los viajeros, de Melisenda, una bella condesa jerosolimitana que vivía por la zona de Trípoli. Rudel, pobre y de salud enfermiza embarcó para conocer personalmente a su amada, a la cual había enviado numerosos poemas. Pero el trovador enfermó durante la travesía. Aun así, consiguió llegar a Trípoli y llamó a las puertas del castillo de Melisenda. Ella misma abrió la puerta y el trovador murió minutos después en los brazos de la hermosa.
Jaufré Rudel muriendo en brazos de su amada,

Estas cosas como los milagros parece que solo sucedían en una época antigua, que ya no es posible. Chesterton afirmó que lo más asombroso de los milagros es que realmente suceden, Igual podíamos pensar de las extravagancias por Amor. Hablemos, entonces, de un amor surgido de forma milagrosa a principios del siglo XXI. Conocí a dos amigos, a los que llamaremos Martina y Lucindo, Ninguno significaba nada especial para el otro, según el testimonio posterior de ambos. Solo eran compañeros de curso en la Universidad.



El azar los juntó para hacer un trabajo en una asignatura. Se trataba de una reseña al libro de Ortega y Gasset “Sobre el amor.” Martina y Lucindo, sentados uno junto al otro, comentaron cada capítulo del libro. Así estuvieron unas tres semanas hablando del amor todas las tardes. 

Un día Lucindo recibió una llamada en su domicilio, Martina estaba abajo, le esperaba. Lucindo bajó las escaleras de dos en dos, salió jadeante al portal y se quedó mirando a Martina. En sus ojos leyó que el libro de Ortega, había hecho con ellos el mismo papel que cuenta Dante, hizo los amores de Lanzarote y Ginebra, con Francesca di Rimini y Paolo Malatesta. Así que, sin mediar palabra, hubo un largo beso enamorado en el portal de Lucindo. Actualmente están casados y ejercen de profesores en algún lugar del norte de África. Doy fe de que esta historia increíble, por lo hermosa, es cierta.

Hoy me apetecía contarles estas anécdotas. En definitiva, quería hablar sobre el Amor, esa fuerza que según Newton mantiene el Universo (la ley de la atracción entre las estrellas) y que es la identificación de Dios. El arco de Eros está hecho con madera de ciprés, la misma madera de la que está hecho el cetro de Zeus, para gobernar el Universo.


Ignoro si pude tratar otro tema más interesante. Estoy seguro de que ninguno es tan imprescindible.

martes, 10 de marzo de 2020

LA MUCHACHA RESPLANDENCIENTE (II)


Prosigue la leyenda japonesa recogida por Fukuyiro Wakatsuki, y que tituló “La chica resplandeciente” que Kaguya Himé, solicitó de los cinco pretendientes objetos imposibles de lugares que no existen. Con semejantes pretensiones no es extraño que la muchacha se quedase soltera.
 Tras esto, el propio emperador se enamora de Kaguya, tras verla una sola vez. Pero Kaguya no es un ser normal, el emperador la ve desvanecerse en el aire y sólo a sus suplicas vuelve a aparecer en forma corpórea.
La chica resplandeciente pertenece al pueblo que habita la Luna y, tras haber expiado una culpa que no se aclara, debe volver con su pueblo. La hermosa Kaguya Himé retarda el momento que le ofrecen los selenitas para vestir la túnica de plumas que le hará volver a la Luna, pues esa misma túnica también le hará olvidar su vida en la Tierra, esto es, a sus padres adoptivos y al emperador, de quien está enamorada. Los selenitas tienen prisa, pero no la hermosa Kaguya Himé.
“Cuando haya Luna llena, miradla para acordaros de mí” suplica a sus padres adoptivos, “Yo voy a olvidaros eternamente a mi pesar.” Y luego viste la túnica de plumas y es llevada hasta la hermosa Luna. La misma que yo contemplo algunas noches, arrobado, aplaudiendo desde mi corazón cuando se muestra plena de belleza. Soy uno de esos lunáticos. Espero de todo corazón que deba a mis padres este amor a la Luna.
Con mis amigos he comentado alguna vez que en todos los idiomas que conozco para nombrar a la Luna existe una palabra hermosa. Luna, Moon, Lune, Selene. Mi preferida para designarla es en árabe clásico, “kámar” Los hombres sienten que no se la puede designar de cualquier forma, que hay que encontrar la palabra que nos hable de la Belleza.
Para los antiguos griegos, la Luna era una diosa virgen y que gustaba de la caza. Junto con su cortejo de maravillosas ninfas, se metía en los arroyos a chapotear desnuda como su mamá la trajo al mundo. Cierto día un mancebo tuvo la mala fortuna de ver a la dama sin ropa y esta le convirtió en lobo. Cosas que pasan cuando se trata con seres sobrenaturales.
Pero esto refleja también uno de esos aspectos preocupantes de la Luna, su capacidad para producir emociones y alterar la realidad. La luna sangrienta es una amenaza que se percibe como si desde siempre hubiésemos sabido de su existencia. La calma se oculta temerosa cuando la Luna aparece como un disco rojo premonitorio en el azul de la noche, transformada de una dama vestida con gasa blanca o amarilla a la que deseamos poseer, en una femme fatale, en un dios psicopompo o conductor de las almas de los muertos.
El mar, ese otro elemento inquieto e inquietante, suele tenerla como su amada predilecta, sucumbiendo a sus caprichos, levantándose a sus ordenes o recogiéndose humilde si ella así lo desea. Sólo la Luna es capaz de ordenar semejantes cosas al mar.